
Esta es una historia de romanticismo. Una historia que tuvo lugar en la España romántica y exótica, una tierra que por entonces se hallaba envuelta en un halo de cultura y sentimientos orientales, en la que el peligro y la aventura acechaban en cada esquina, detrás de cada risco, en cualquier camino en forma de emboscada y asalto. Los viajeros que se animaron, o quizá sería más propio decir, que se armaron de valor y coraje para visitar aquella España del siglo XIX, lo hicieron compartiendo una pasión novelesca que traspasaba fronteras y cuyo inicio puede situarse, sin temor a errar demasiado, en la Guerra de la Independencia Española contra los potentes ejércitos de Napoleón.
Sin embargo, y en contra de lo que pueda pensarse, este fenómeno de la España cautivadora no comenzó en el siglo XIX, aunque esta fuese la centuria de su consagración. Fenicios, griegos, cartagineses y romanos en la Antigüedad ya quedaron embelesados por las maravillas de Iberia e Hispania. En la Edad Media fueron los fervorosos y sufridos peregrinos, que viajaban hasta Santiago de Compostela para visitar la tumba del apóstol Santiago el Mayor, los que admiraron la belleza y la idiosincrasia de un territorio que se mostraba puro, auténtico, sin ambages.
Acaso sea en el correr de las décadas de los años 30 y 40 del siglo XIX cuando España mostró ese lado suyo tan folclórico y tradicional que tanto enamoró a propios y extraños, en cuyo periodo tienen lugar, como ya he dicho, los acontecimientos que me dispongo a narrar. Pero quizá sea necesario, para poner al lector en precisa situación, que describa un poco más aquella idiosincrasia no tan lejana en el tiempo como en juicios y conceptos, que atraía poderosamente la atención de personajes buscando un enclave exótico, con paisajes y habitantes más propios de Oriente, que vivía anclado en un modo de vida casi medieval, un lugar mágico que ofrecía la posibilidad de experimentar en primera persona innumerables aventuras rodeados por una variada galería de tipos españoles que incluían desde el temible bandolero hasta la misteriosa y sensual gitana, pasando por el torero, el manolo y los más decentes y honorables herederos de Don Quijote y Sancho Panza.
No es extraño, pues, suponer que los lugares más frecuentados fuesen Castilla-La Mancha, escenario de los episodios de El Quijote, que todo buen ilustrado romántico debía haber leído como mínimo una vez, y Andalucía, acreedora de la riqueza y el exotismo de la fascinante e inmortal civilización hispano-musulmana, regiones visitadas mayoritariamente por viajeros extranjeros que compartían esa pasión romántica que les empujaba a escapar del aburrimiento y la rutina de su vida hacendada y pudiente en las urbes de países como Francia, Reino Unido, Alemania e incluso de los Estados Unidos. Trotamundos aventureros de clase acomodada, muchos de ellos literatos, pintores o simples burgueses adinerados hastiados de una vida tediosa y monótona, insípida y banal, que dejaron en no pocos casos sus impresiones por escrito dando lugar a algunas de las obras más emblemáticas y populares de la literatura costumbrista y de viajes.
Aunque por supuesto, entre esos bohemios e inquietos viajeros había también algunos españoles, escasos en número, sí, pero los había, que encajaban perfectamente en la descripción dada para aquellas personas de espíritu inquieto. Uno de ellos, cuyas memorias terminaron perdiéndose por el correr del tiempo en los anales de la historia, pues no pudo, o no quiso, dedicar el esfuerzo y el tiempo necesario para plasmar por escrito las impresiones de su periplo por tierras andaluzas, o quizá lo hizo, pero el manuscrito se perdió o nunca llegó a ser imprimido, fue un joven de alta alcurnia originario de algún lugar de la mitad norte de España, dotado de una mente entusiasta y ávida de conocimientos, poseedor de una sensibilidad hacia las humanidades y un pensamiento crítico en cierto modo inusual para la época. Beltrán Fernández de Velasco, que así se llamaba nuestro protagonista, era, ante todo, dueño de su propia libertad y permanecía en un estado que, para un hombre de su edad y sobre todo de su clase, perteneciente a una respetada y poderosa familia, reflejaba algo realmente insólito para la España de aquellos tiempos. Beltrán era, pese a encontrarse en sus últimos treinta, un apuesto y llamativo soltero, objeto de deseo de no pocas familias con hijas en edad casadera y un quebradero de cabeza para sus padres, que no concebían el hecho de que su único hijo, siendo quien era, fuese errante -según ellos- por la vida sin la compañía de una mujer con la que tener descendencia y dar continuidad a su linaje.
Beltrán era un hombre libre que había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Él amaba la soledad, y a veces la amaba tanto que hubiese deseado carecer de sombra con tal de que ésta no le siguiese a todas partes. Acurrucado en su seno, arropado por su fiel abrazo, daba rienda suelta a su imaginación y forjaba mundos de fantasía y ensueño en donde cobraban vida las hijas de sus ilusiones y quimeras, las protagonistas de sus versos, porque Beltrán era un romántico soñador y un poeta. No era raro verle, en la noche oscura y diáfana, con la vista puesta en el cielo ocupado en contar las luminosas estrellas en su danza titilante, mirando la luna que flotaba en el cielo envuelta en un aura de plata. «¿Cómo serán las mujeres de aquellos lugares, reinos de la luz? ¡Han de ser hermosas! ¿Cómo será su amor? Solo puedo imaginarlo, porque nunca podré verlas, nunca podré amarlas» pensaba con amargura. En los crepúsculos de verano gustaba de embriagarse de los sutiles perfumes y los rumores apacibles del campo, y le parecía oír, en el fondo del alegre arroyuelo que correteaba junto a sus pies, los suspiros, los cantos y las risas veladas de sigilosas y huidizas ninfas que se amparaban en el monótono murmullo de las aguas.
No era difícil suponer, por ende, que una personalidad como la suya se viese poderosamente atraída por ese movimiento cultural que florecía en Europa -y que a duras penas y con muchas reticencias lo hacía en España- llamado Romanticismo, cuyo idealismo, por el cual se amaba a la naturaleza frente a la civilización como símbolo de todo lo verdadero y puro, chocaba generalmente con la realidad miserable y materialista. Los románticos rendían culto al yo y al individualismo; exaltaban los sentimientos y la subjetividad; mostraban una feroz rebeldía ante las reglas del arte y la literatura; daban rienda suelta a las fantasías, los sueños, lo sobrenatural; experimentaban la nostalgia por el pasado -al que veían como un tiempo mejor- y tenían un profundo interés en la Edad Media y el Barroco. También mostraron, lo cual no sorprende, una gran fascinación hacia lo exótico y una honda predilección por los temas y culturas populares. Así, tal cual, era nuestro Beltrán. Un hombre consumido por el amor imaginado, la pasión y la emoción, profundamente atraído por el imaginario fantástico medieval, interesado por la historia y la cultura del pueblo y propenso a refugiarse en la naturaleza y el paisaje, porque los consideraba como una metáfora de su propio mundo interior.
Empujado, en consecuencia, por los anhelos de tan ensoñadora personalidad, decidió seguir el ejemplo de aquellos intrépidos viajeros de los que había oído hablar, que según le contaron, se aventuraban por los caminos de los campos andaluces en busca de sucesos y episodios memorables, y así poder conocer, de primera mano, el mágico ambiente exótico que reinaba, sucesor natural y por derecho de la grandeza y el poderío de aquella fascinante y seductora nación musulmana a la que llamaron Al-Ándalus, de la cual provenían los actuales moradores de la dura y agreste, a la vez que encantadora y hechizante, meridional tierra de Andalucía. De esta suerte, y a pesar del soberano disgusto de la madre y de la tibia contrariedad de su padre, tras la cual se ocultaba la comprensión bien disimulada para con la necesidad de aventuras de su hijo, Beltrán se puso en camino en compañía de un grupo de arrieros que conducía una reata de mulas cargadas con mercancías varias, arrieros por cierto bien pagados y hasta armados por el padre, sin que el muchacho lo supiese, para darle protección y hacerle el viaje, arduo y penoso de por sí, lo más fácil y placentero posible dentro de lo que era un viaje recorriendo la península con las infraestructuras y las comodidades propias de 1835, año en el que se encuadran los hechos reflejados en esta historia.
Para agilizar la narración obviaré, por evitar dilaciones que puedan hacer el relato cargante y fatigoso en su lectura, la descripción del trayecto que siguió el grupo desde que abandonaron los verdosos y exuberantes parajes norteños hasta llegar, muchos días y noches después, a los majestuosos llanos de La Mancha. Antes, y pese a la necesidad de entregar la mercancía transportada y la exigencia de cumplir con otros menesteres propios del mercadeo, tuvieron que hacer una parada obligatoria en la capital, Madrid, dado que Beltrán no contemplaba en modo alguno la posibilidad de no asistir al estreno de Don Álvaro o la fuerza del sino, obra del célebre Duque de Rivas, gran acontecimiento que tendría lugar en el Teatro del Príncipe el 22 de marzo. Los arrieros no tuvieron otra elección que aceptar la parada de buen grado, como no podía ser de otro modo, dado que el padre de Beltrán, don Leandro Fernández de Velasco, fue el que costeó la expedición que custodiaría a su hijo en tan osada e intrépida aventura. Al día siguiente del estreno, la comitiva se puso de nuevo en camino internándose, varias jornadas más tarde, en los severos y adustos paisajes de Castilla-La Mancha, inmensas y áridas llanuras que se extienden hasta perderse de vista y en los que Beltrán, maravillado por estos sublimes parajes inéditos y desconocidos para él -no así para los experimentados y curtidos arrieros-, divisaba algún rebaño guardado por un solitario pastor, inmóvil y enjuto, apoyado sobre un largo y esbelto cayado cual venerable y escurridizo anacoreta, o una larga reata de mulos marchando lentamente recortando con cierta majestuosidad el cielo, que se tumbaba sobre el horizonte acariciado por el crepúsculo, o un solitario labrador que, vagando por aquellos llanos, iba armado de trabuco y puñal. Este último detalle trajo a su mente lo que en ocasiones había leído en los escritos de otros viajeros acerca de la general inseguridad de la región, ya que no había nadie que se aventurase por caminos, campiñas o la sierra si portar un arma de fuego y la navaja.
Trascendiendo las tierras por las que campó Don Quijote alcanzaron Sierra Morena, célebre escenario de mil fábulas, de interminable amplitud, salpicado de estribaciones montañosas, algunas suaves, otras drásticas. Punto de paso para aquellos pueblos soñadores que emprendían su periplo al sur con la esperanza de refugiarse en las orillas de un Mediterráneo cálido y prometedor, siempre fue, a caballo entre la realidad y el mito, refugio y escondrijo de bandoleros al filo de la leyenda que se movieron con la perspectiva y la elegancia de las águilas y con la fuerza y la bravura del toro de lidia bajo el abrasador e inclemente sol de Andalucía, gente valiente por la necesidad de las circunstancias que se movieron a su antojo por un territorio sin dueño, entre montes y olivares y siempre al margen de la ley en una vida fiera y rebelde. Una tierra cuyo trono se disputaron durante decenios algunos de los hombres más duros y ásperos de estas latitudes, amos y señores absolutos donde ni siquiera el rey les igualaba en majestad. Los días sucesivos fueron especialmente intensos, con un clima primaveral cambiante que podía descargar una furiosa tormenta sobre el grupo, que llevaba como única defensa un capote que quedaba empapado y aumentaba su peso considerablemente, o freírlos al brioso sol en terrenos sin sombra alguna en los que el único cobijo era el inmenso y reluciente cielo azul, todo ello de forma aleatoria y sin ningún tipo de conmiseración. Pese al severo panorama, se vieron obligados a apretar el paso, dado que no pocas razones comerciales empujaban a ello, y empleando para tal fin las jornadas justas, pasaron por La Carolina, Andújar, Montoro y Córdoba, en la cual se negaron, por las razones expuestas, a parar algunos días para que Beltrán pudiese disfrutar de la ciudad y de su Mezquita-Catedral en todo el esplendor que podía ofrecerle, prometiéndole que a la vuelta del viaje podría llevar a término su tan ansiada visita. Continuaron, pues, por La Carlota y Écija hasta llegar a Osuna, pasaron por El Saucejo, Alcalá del Valle y Setenil de las Bodegas para finalmente alcanzar la serrana ciudad de Ronda, a la que llegaron tocados por la fortuna de no haber sufrido un solo percance de naturaleza violenta en todo el camino, muy a pesar, por raro que parezca tan solo pensarlo, de Beltrán, que hubiese deseado vivir la aventura de verse rodeado por fieros e implacables bandoleros pidiéndole amablemente que les cediera todo lo de valor que portaban en la caravana. Pero como digo, bien por exceder con creces la leyenda a la realidad o bien porque el significativo número de hombres de apariencia dura y nada pusilánime que componía el grupo disuadieron a los bandidos de cualquier intento de asalto, completaron el itinerario hasta el corazón de Andalucía sin ningún incidente reseñable.
Debido a la indómita naturaleza de Beltrán y a su afán por percibir la experiencia al más puro estilo aventurero, viviéndola sobria y duramente, evitaron en lo posible el disfrute de las escasas comodidades que ofrecía la ruta, y para disgusto de los sufridos arrieros que conformaban su escolta, la mayoría de las noches, salvo raras excepciones en las que por causa de fuerza mayor pernoctaron en alguna posada, pasaron las noches al raso, o en el mejor de los casos, al resguardo de alguna vetusta edificación en ruinas, o al amparo de las copas de los árboles, tumbados en la tierra dura sobre una manta de mula y con la albarda como almohada. Y fue precisamente esa naturaleza suya la que le alentó a emprender una pequeña aunque intensa expedición por los imponentes escenarios de la Serranía de Ronda, que le llevó, en compañía de dos guías contratados, hombres animosos y aguerridos, buenos conocedores del terreno por haber pasado sus mejores años de juventud haciendo la guerrilla contra las tropas napoleónicas por aquellos parajes, a recorrer el camino que conducía a la vecina localidad de El Burgo, dueña de unas soberbias murallas de origen árabe que tristemente no fueron ajenas a los avatares de la guerra, pues el ejército francés, que tenía establecida una posición sobre un sector de las mismas, dinamitó durante su retirada en el año 1812 las torres del recinto.
Pleno de excitación y entusiasmo, salió de Ronda al amanecer de una fresca mañana de abril acompañado de su pequeña partida, abordando los áridos y empolvados caminos que cruzaban como trazos caprichosos el verde lienzo de los campos, horizontales y tranquilos en los alrededores de la ciudad, para remontarse al cabo por las pendientes cada vez más exigentes que se internaban en unos paisajes de orografía abrupta, donde predominaba el matorral alto y duro, rodeando promontorios que se elevaban ásperos y rocosos, pobres de toda vegetación, sobre los cuales podía observarse el majestuoso buitre oteando las bajuras en busca de una presa muerta a la que acudir. En la lejanía podían oírse, de cuando en cuando, los graves y enérgicos mugidos del ganado bravo, que sin duda campaban por aquellos terrenos como los amos y señores de aquel territorio suyo. Llegando al Puerto de Lifa hicieron un alto para refrescarse y comer bajo la sombra de una frondosa y robusta encina de las provisiones que portaban en las atestadas alforjas, bien provistas de antemano por sus arrieros. Terminado el refrigerio se pusieron en camino nuevamente bajando por un camino de suave declinación, adentrándose en los riscos circundantes y visitando las ruinas de una antigua atalaya de época nazarí erigida en la cabeza de un tajo, orientado hacia el conocido por los lugareños como el Valle de Lifa. Según averiguó Beltrán, en sus tiempos de máximo esplendor y funcionalidad, puramente militar y estratégica, fue de planta circular con cubierta abovedada y construida como consecuencia de la modificación de la frontera tras la conquista de esta zona por Pedro I en 1362. Pasados los restos de este antiguo fuerte, continuaron por la vereda que cruza el Valle de Lifa hasta el Río Turón, encontrándose con espectaculares bosques mediterráneos de cornicabras, encinas y pinos salpicados con matorral alto, donde el protagonista absoluto era, como pudo observar el maravillado Beltrán, el silencio, solamente roto por el suave sonido del viento acariciando las copas de los árboles o por las breves y delicadas notas del canto de los pájaros. «Una experiencia sublime —pensó— en uno de los parajes más espectaculares y mágicos que pueden ser contemplados y disfrutados». Pese a sus objeciones, doblegado finalmente por la insistencia de los hombres, que le aconsejaban hacer noche en un cortijo cercano dadas las horas tardías en que se hallaban, envueltas ya en el ocaso, y quedando aún una distancia muy considerable a recorrer hasta llegar a El Burgo, decidió ceder ante las sugerencias de pernoctar en aquel lugar con la garantía de éxito que suponía el ir repletos de viandas y con las botas aún hinchadas de vino.
Tras una breve conversación entre los moradores del cortijo y los compañeros de Beltrán, estos últimos se volvieron hacia él, que se hallaba ensimismado observando el efecto mágico del crepúsculo sobre el horizonte quebrado de riscos, y le dijeron que subiera, que podían pasar la noche a resguardo y que mañana continuarían el camino hacia el pueblo. Pasó junto a la joven pareja que habitaba el lugar, haciéndole un respetuoso y cortés saludo, al cual ambos respondieron con mirada firme y expresión tranquila, porte franco y modales amables. Ella, María, era mujer joven, agraciada, risueña y sonriente pese a la dureza de la existencia que le tocó vivir, con andares resueltos y erguidos, la cabeza siempre alta y nada tímida, características propias de alguien de naturaleza animosa y valiente, bizarra. Él, Francisco, era un hombre humilde y sencillo, incluso podría decirse que algo tímido, más que ella. Pero poseía un porte admirable y una constitución formidable, sin duda adquirida por los años de dura labor en los agrestes campos de la zona, de considerable estatura y de anchos hombros, seguramente poseedor de una tremenda fuerza física. Formaban, pese a sus modestas indumentarias y el desgaste de una vida dura y difícil, una pareja atractiva y apuesta, diríase que incluso interesante. Tras cruzar el umbral, Beltrán se halló en una estancia sobria y espaciosa, con el suelo empedrado, de gruesas paredes encaladas y techo de bastas vigas de madera transversales que sujetaban las tablas que conformaban la cubierta de la estancia y la entreplanta. La puerta de entrada era recia y robusta, de madera vieja aunque de buena calidad, con una sólida cerradura y tachonada con grandes clavos metálicos. A la izquierda había una generosa chimenea, todavía con algún rescoldo, sobre la cual sobresalía una repisa construida en forma de voladizo que albergaba algunos platos y botellas que cumplían la función de adornos. Más allá de la chimenea se encontraba el acceso que, coronado en arco y precedido por dos pequeños y toscos escalones, conducía a la planta de arriba de la vivienda. A la derecha, tapada con una cortina de tela burdamente tejida, se abría hacia una alcoba una abertura de forma más o menos rectangular, ante la cual todos los hombres allí presentes tendrían que encorvarse para franquearla. Al fondo de la estancia, junto a la pared, se hallaba una alacena que, acompañada de dos sillas, una mesa y una cuna, componían el desvencijado mobiliario de aquel humilde aposento. Un chiquillo de apenas 3 años, que respondía al nombre de Jesús Manuel, con la cabeza repleta de rebeldes rizos dorados y su diminuto y sonrosado rostro conteniendo unos ojos muy vivos y despiertos del color del ámbar, se acercaba curioso a los visitantes, sobre todo a Beltrán, figura extraña y singular dado que su porte y su atuendo no eran nada comunes por aquellos lugares. En la cuna estaba su hermana, Rosa María, una hermosa niña de cara angelical y tez nívea que dormía plácidamente ajena al contenido bullicio que tenía lugar a su alrededor.

La noche se antojaba serena y hermosa, repleta de delirios y fantasías, musa etérea para una mente de poeta como la de nuestro Beltrán. Acudía templada, llena de perfumes y rumores apacibles, coronada por una luna blanca y serena que brillaba en toda su plenitud y destacaba culminando un cielo infinito, luminoso y transparente. La grandiosidad del lugar, no menos espectacular bajo aquella claridad argentada, le estimuló lo suficiente como para que, después de una abundante cena, la cual corrió generosamente a cargo de los huéspedes, se decidiera salir a pasear hasta la orilla del río que fluía sereno a unos cincuenta metros ladera abajo del cortijo, y al cual se llegaba por una vereda que zigzagueaba suavemente entre árboles y matorrales. Sus acompañantes, e incluso el cortijero, se ofrecieron con insistencia a acompañar a Beltrán en su paseo nocturno por aquellos alrededores, pero él, decididamente objetado y bien plantado en su decisión de ir por sí mismo para disfrutar de una completa soledad, salió por la puerta despidiéndose de los presentes, que le miraban con cara de asombro e inquietud, y tomó la vereda en dirección a aquella mansa corriente de agua que pasaba indolente lamiendo las piedras redondas del lecho y las riberas salpicadas de floreciente vegetación. El viento, suave y amigable, contribuía a la magia del ambiente suspirando con un gemido mientras agitaba con delicadeza las hierbas altas y exhalaba deleitosos rumores en su peregrinaje por entre las hojas de los árboles.
Alentado por los sonidos de la noche se aventuró sobre la ribera y trepó a la coronación de un pequeño azud que derivaba agua del río hacia un molino cercano. Se sentó en el escalón de uno de los muretes que se alzaban sobre el muro principal, y rodeado de riscos y barrancas salpicados de frondosos pinos y lozanos arbustos, se dejó caer al vacío en su universo de fantasía, absorto en infinitas quimeras y eternos imposibles. Entonces, casi por ensalmo, le pareció oír, destacando sobre el relajado murmullo de las aguas, unas leves pisadas y el crujir de una ramita al otro lado, en la ribera opuesta. Parecía que alguien, estando sobre el muro, quizás en el mismo estado de ensoñación en el que se encontraba Beltrán, hubiese huido al ver amenazado el disfrute de su propia soledad. Paralizado por la impresión de no saber si aquellos evasivos movimientos eran de una persona o de alguna criatura del bosque, en cualquier caso fugaz y escurridiza, permaneció durante unos instantes en tensión y con todos los sentidos en alerta, hasta que allá lejos, por entre los cruzados e informes troncos de los pinos, creyó divisar una forma humana con un traje de orla de algún color oscuro difícilmente perceptible, pese a la generosa y pálida claridad que brindaba la Luna, que se ocultaba entre el laberinto de sombras y follaje. Y de repente, una súbita clarividencia inundó su entendimiento: «Es ella», pensó con su cuerpo totalmente rígido por la emoción, inmóvil cual estatua de sal que recordara a la esposa de Lot en el libro del Génesis.
—¡Es ella, la musa de mis versos, la soberana de mis anhelos! — murmuraba Beltrán preso de una extraña emoción, invadido por una exultación más propia de los personajes literarios que rondaban por su mente que de un pobre cuerdo que vaga errante por el mundo de los vivos. —Alma solitaria, soñadora e insumisa, gusta de vagar inmersa en la quietud del silencio de la noche para colmar de pensamientos su esperanzada prudencia. Es ella, la culminación de mis expectativas más ilusas— susurraba ahora esforzándose por discernir algún rastro de su improvista amada entre la confusión de oscuras formas y la amalgama de sonidos apenas perceptibles que le exhortaban apremiantes en un lenguaje desconocido. —¡Su voz! ¡He oído su voz! — decía mientras prestaba atención, totalmente quieto, los ojos muy abiertos y fijos en la orilla opuesta, intentando reconocer a la mujer que le cantaba y se escurría en la oscuridad. Un leve rumor entre los arbustos hizo fijar la atención de Beltrán en otro punto, pareciéndole haber visto su silueta moviéndose con andar tranquilo, majestuoso y acompasado, elegante y armonioso como las notas de una refinada melodía. Y le pareció oír nuevamente su voz, esta vez más clara y también más tenue y delicada. «Quizá por eso sus palabras se confundan con el efímero y sugerente rumor del viento» pensaba ahora para sí mismo en un creciente estado de excitación, «puedo oír el crujido de su traje acariciando la vegetación a su paso por algún lugar que quisiera adivinar. ¿Qué ha sido eso? Un suspiro, sí, un suspiro que me lanza para que vaya en su busca. Acaso no pueda comunicarse con palabras, o tal vez hable una lengua extranjera y sus delicados movimientos y susurros sean su forma de atraerme hacia sí. Suenan dentro de mi cabeza, no sé qué me dice». Avanzando hacia el lugar del que creía que provenían los reclamos, gritó: —¡Espera, no te vayas! Ojalá pudiera saber lo que dijiste, pero aunque no sea capaz de descifrar tu incomprensible lenguaje, aun cuando huyes de mi presencia mezclándote entre el denso follaje de estos hermosos bosques colgados de abismos y quebradas, te encontraré—. Ya en la otra orilla, a cuyo arribo estaba exhausto, no por la distancia de escasos metros que le separaba instantes antes del lugar, si no por la vorágine de emociones que le embargaba la razón, le pareció distinguir la huella de unos pies ligeros y delicados, de exquisita forma. De repente, entremezclado con el aroma de las flores del campo pudo percibir un perfume especial, aspirado a intervalos, y del cual no albergaba dudas de que pertenecía a aquella misteriosa mujer, emergida de sus versos y protagonista de sus íntimas conversaciones con la Luna y las estrellas. —Oigo sus pisadas sobre el manto de acículas y el crepitar que provoca su traje al deslizarse por el suelo y rozar en los arbustos. Y se apresuraba ahora aquí ahora allá, para terminar dando un salto acullá y no ver más que piedras, matorrales y ramas de árboles. —Siguen sonando sus pisadas, y me ha hablado… ¡detrás de mí! —. Entonces Beltrán se giró bruscamente y quedó paralizado al ver, a cierta distancia, a una mujer con un elegante vestido largo de color verde esmeralda a juego con sus ojos rasgados de mirada misteriosa, la única facción que pudo distinguir de entre aquel rostro que Beltrán suponía níveo y rebosante de hermosura, candor e inocencia.
Hipnotizado por aquella visión, se dejó arrastrar a un estado voluntario de abducción hacia aquellos ojos que a él le parecieron extraordinariamente expresivos y melancólicos. Y se fijó en su espesa melena rubia, que flotaba acariciada por la brisa brillando dorada al reflejo de la luz que la Luna derramaba, y le pareció una mujer alta y esbelta de hermosísimas proporciones, digna del pincel del más excelso artista del Renacimiento. Su boca dibujó una leve sonrisa, misteriosa, mostrando unos dientes perfectos en forma y proporción, blancos cual collar de perlas, a la vez que su cuerpo todo giró lentamente, casi recreándose, para encarar el tranquilo curso del río y colocarse al borde del muro. Una vez ahí, ya sin la mirada puesta en el atónito y abrumado Beltrán, dio un paso al frente, serena y segura, para caer a las aguas mansas y desaparecer en sus profundidades sin la menor señal de conmoción o tumulto. Horrorizado, acudió al lugar desde el cual su mística beldad le había dirigido aquella última y enigmática mirada, y al no ver señal alguna que le indicase que estaba ahí se arrojó tras de ella, con el firme propósito de sacarla nuevamente a la superficie o de hundirse con ella, pero como fuere, para permanecer por siempre con ella…
Un brusco sobresalto le arrancó del mundo de los sueños y le devolvió la consciencia. Silencio absoluto. El sosiego y la calma reinaban en aquel improvisado dormitorio. Se encontraba junto a la chimenea, aún con algunos rescoldos que aportaban cierta claridad tenue a la estancia. Con él estaban sus dos acompañantes; el matrimonio joven y su prole se hallaban en los dormitorios de la planta de arriba. No sabía qué hora podría ser, pero a juzgar por la profunda penumbra que lo inundaba todo, debían de faltar algunas horas para el alba. Profundamente turbado por la fantasía en la que se hallaba hasta hace apenas unos instantes, permaneció sobre el jergón de paja con los ojos abiertos apuntando a las robustas vigas de madera que cruzaban el techo, pensativo, sin poder conciliar de nuevo el sueño. «Esos ojos verdes… su pelo, su sonrisa… ¿Acaso esa mujer solo es un engaño de mi cruel subconsciente? ¿Es posible que solo exista en mi cabeza? Su voz, no pude distinguirla; sus palabras, ininteligibles. Quería decirme algo, pero ¿qué? Sus ojos verdes, a juego con su traje, hermoso y todavía inapropiado para estos parajes… Solo fue un sueño, pero ¿y si no? Le llamaré Esmeralda, y solamente ella será la dueña de mis pasiones. La buscaré, la encontraré, y a ella entregaré la llave bajo la cual guardo celosamente las potencias de mi alma».
Tras algunas horas de implacable insomnio plagadas de no pocas cavilaciones, el canto de los gallos anunció la llegada del alba, y sin acusar cansancio alguno, presa de la excitación que se apoderaba de todo su cuerpo, se levantó, y apremiando a sus acompañantes insistió en despedirse de sus anfitriones sin llegar a desayunar en el cortijo, preparando las valijas apresuradamente, no sin antes hacer gala de su condición de hombre agradecido y generoso entregando al humilde Francisco parte de sus provisiones y dinero, pese a que éste, mostrando la dignidad y el orgullo de un hombre modesto pero honrado y capaz, no se lo puso fácil, hasta que la insistencia de Beltrán doblegó finalmente cualquier negativa u oposición. De esta forma se pusieron en camino otra vez, y preguntado por los dos hombres que le guiaban por aquellos terrenos acerca del motivo de haber salido del cortijo tan apresuradamente, les contó a propósito del sueño que había tenido, para terminar de esta manera: —Ayer, mientras nos acercábamos hacia estos parajes, desde el antiguo torreón vigía que antaño albergó rebosante actividad en el seno de su fiera apariencia, vi el pequeño dique que desvía agua hacia el molino situado aguas abajo y del que nos habló Francisco ayer a la noche, y observé el río amansado en su trasdós con sus aguas de un vivísimo color verde esmeralda. Sin necesidad de desviarnos de nuestro camino, pasaremos junto al muro y lo observaré por última vez para recrear el sueño que tanto me ha turbado el ánimo en la aurora… —Dios guarde a ustedes— escucharon los hombres una voz que venía de atrás. Se volvieron y encontraron a un viejo labrador pobremente vestido, con un hatillo a la espalda y una azada en su mano derecha. —Buenos días tenga— respondieron los tres hombres casi al unísono. El hombre pasó caminando con cierta dificultad, debido no tanto al peso de los años como a la penosa vida que previsiblemente había llevado y que todavía llevaba para poder subsistir. —¿Hacia dónde va usted, señor? — preguntó Beltrán. —Al molino, a echar el jornal. Hay un camino de mejor andancia, pero es más largo, y a mí me gusta tirar por esta vereda, cruzando por el dique el Charcón de la Esmeralda—. Los tres hombres se miraron sorprendidos, mostrando evidente sorpresa en sus rostros, debido a la coincidencia del nombre de aquel lugar y el nombre con el que Beltrán había bautizado a su amada. El labrador, al ver las caras de sorpresa, les miró inquisitivamente, casi esperando una respuesta, y Beltrán le preguntó: —¿Por qué se llama el Charcón de la Esmeralda?
—Es una historia triste— respondió el campesino, —una pobre muchacha cayó al río, ahí mismo, sobre el muro. Según se cuenta, estaba lavando la ropa de su señora cuando cayó al agua, y al no saber nadar, ya no salió de ahí. Lo raro es que nunca llegaron a encontrar su cuerpo. Es un misterio. Dicen que por las noches puede vérsele ahí, paseando en soledad, vestida con uno de los trajes que lavaba, descalza, de aquí para allá, y huidiza de cualquiera que pretenda alcanzarle o tan siquiera hablarle—. Beltrán y sus acompañantes mostraban si cabe más incredulidad y asombro que antes por las extrañas coincidencias que se daban entre el sueño y la realidad, y el narrador de la historia, perplejo a su vez por la reacción de los otros, permanecía inmóvil esperando algún comentario. —¿Cómo era la muchacha? — preguntó finalmente Beltrán. —Era una muchacha muy guapa. Yo era mozuelo cuando pasó aquello, pero la recuerdo de haberla visto alguna vez por estos caminos y también por el pueblo, pero eso menos. Tenía la piel blanca, porque según decían ella trabajaba dentro de la casa, siempre pegada a su ama, los ojos verdes y una melena rubia, casi tan amarilla como el oro— los tres hombres no daban crédito a lo que estaban oyendo—, y como ya dije, un día, lavando la ropa en el río, se probó uno de los trajes de su señora, de color verde, y bailando con un caballero imaginario, despistada con las ilusiones propias de una moza, pisó mal y cayó al agua. Eso es lo que cuentan. Y nada más se supo de ella. Unos dicen que ahora el agua es verde porque se tiñó con el color del traje, otros que mientras lavaba lloraba por algo que le apenaba, y que ese color es por las lágrimas que salían de sus ojos y caían al agua, coloreándola de verde. —¿Cómo se llamaba la muchacha? — preguntó Beltrán. —Esmeralda— respondió el labrador. Ante la flagrante estupefacción de los tres hombres, el narrador les miró con curiosidad, y sin entrar en más detalles o hacer pregunta alguna, dijo que continuaba su camino y se despidió con un cortés y grave vayan ustedes con Dios, dejándoles ciertamente desconcertados y pensativos. ¿Cuánto de verdad podía haber en un sueño? ¿Vivimos una existencia henchida de fantasías o una fantasía doblegada por la existencia? Quizá los sueños no se hagan realidad, sino que ya, de por sí, sean una realidad.

Después de varias horas de camino, en las cuales los tres hombres fueron en silencio durante casi todo el camino, debido en gran parte a los profundos pensamientos e impresiones que asaltaban la mente de Beltrán, divisaron por fin el pequeño casco urbano que se aparecía a la distancia. Sin embargo, la actitud callada e introspectiva que dominaba el ánimo de nuestro protagonista no fue obstáculo para que el asombro golpease sus sentidos rodeado por aquellos parajes imposibles que parecía iban a despeñarse en cualquier momento sobre la tortuosa y accidentada vereda que les conducía a su destino, desde la cual podía observarse, durante grandes tramos de recorrido, aquel río caudaloso al que los lugareños había bautizado como río Turón, que se dirigía, como ellos, hacia el pueblo para seguir paciente su camino hasta desembocar en uno aún mayor, y de ahí, perderse por siempre en los mares y océanos infinitos en el horizonte. Conforme se acercaban al enrevesado entramado de casas empezaban a distinguir las formidables murallas que aún conservaban, pese al severo castigo del paso de los siglos -y de la mano del hombre- su imponente aspecto y su otrora función militar y potencial defensivo. «A juzgar por el perímetro que desde aquí se supone, no fue un recinto pequeño» pensaba Beltrán. Para su ubicación, los constructores aprovecharon las escarpadas laderas de aquel cerro en apariencia inexpugnable, situado estratégicamente entre el camino hacia Ronda, la Sierra de las Nieves y el valle del Guadalhorce. Según averiguó Beltrán en sus indagaciones, en sus años de mayor esplendor la fortaleza llegó a disponer de hasta doce torres de distintas secciones y medidas, construidas con piedras de considerable tamaño formando una magnífica obra de mampostería digna de ser observada con detalle y detenimiento para comprender su primitivo poderío.
Mientras recorrían las calles aún sin empedrar, flanqueadas por blancas fachadas de generosas ventanas y balcones enrejados, y por tapias de basta construcción coronadas por una vegetación que les confería un aspecto rústico y agreste, Beltrán apreciaba aquella verdadera esencia de la Andalucía rural y profunda, la Andalucía de leyenda que tanto anhelaba conocer y experimentar. Piaras de cabras o de cerdos, mulos, carretas, viandantes… todos se cruzaban en aparente descontrol y cuidadosa armonía. Los hombres y mujeres miraban curiosos al pequeño grupo, en especial a aquel que parecía dirigir la reducida cuadrilla, de manera y portes distinguidos, refinado en los modales y de apariencia noble y elegante. Los chiquillos correteaban a su alrededor divertidos y con miradas inquisitivas, pero sin atreverse a acercarse demasiado. Llamaba poderosamente la atención de Beltrán que, a diferencia de las construcciones que él estaba acostumbrado a ver en el norte, todas las fachadas y paredes, incluso la del interior de las casas, estaban encaladas. Cuando preguntó el motivo a los hombres que le acompañaban, estos le dijeron que era una tradición con la doble función de combatir el calor y aumentar la salubridad para luchar contra las epidemias. «Este intenso color blanco, salpicado de macetas con flores, deja en la retina del visitante un recuerdo inolvidable de su paso por Andalucía», pensaba ciertamente impresionado.
Sin apenas detenerse llegaron a la conocida como Calle Real, la más amplia de todas las recorridas hasta el momento y de las pocas con pavimento empedrado. Era una vía ancha y relativamente llana, en la que habían vivido los nobles y terratenientes en épocas pasadas, que se unía a la Calle de la Calzada, una pronunciada pendiente también empedrada y con escalones cada cierta distancia que subía, bordeando las murallas de la antigua fortaleza mora, hasta la conocida como Plaza de la Villa, centro neurálgico del reducido y primigenio pueblo que fue en tiempos de Al-Ándalus. Allí se elevaba, con orgullosa dignidad, la Iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, edificio de estilo gótico mudéjar construido en el siglo XVI sobre una antigua mezquita-fortaleza. En su zona oeste tenía un magnífico patio andaluz, repleto de tiestos sembrados de plantas, con un balcón colgante que asomaba sobre el precipicio con unas impresionantes vistas de las sierras circundantes y de los campos de El Burgo, atravesados por el mismo río que los había acompañado en su camino hacia el pueblo. Junto al balcón había un anciano sentado en una silla rústica de madera y asiento trenzado con enea, que había desviado su atención del soberbio paisaje a los nuevos e inesperados visitantes. Los miraba con interés mientras daba una larga calada al cigarro que sostenía con los arrugados y curtidos dedos de su mano derecha. Los recién llegados saludaron con un educado «Buenas tardes le dé Dios», a lo que el hombre respondió con un escueto y respetuoso «Buenas tardes». Se asomaron a aquella terraza colgada del abismo y estuvieron unos minutos admirando el espectacular escenario que se tendía ante ellos. Después se sentaron en unos poyetes de piedra, se descubrieron, abrieron sus morrales y echaron mano de las bien provistas botas de vino. Al percatarse de la mirada del anciano, le ofrecieron comida y le tendieron el cuero, aceptando lo segundo y rehusando lo primero. Tras agarrar la bota con buen manejo y soltura y echar un buen trago, la devolvió y siguió fumando. Entonces preguntó: —¿Vienen ustedes de muy lejos? —Yo sí, soy de las tierras del norte, a muchos días de camino de aquí. Los señores que me acompañan —hizo un gesto señalándoles— son de Ronda, hombres de la zona y buenos conocedores del terreno. Han tenido a bien acompañarme en mi pequeño periplo por estos parajes, tan dignos de explorar— dijo, pese a que aquellos hombres eran, en realidad, una suerte de guías turísticos a la vez que guardaespaldas que cobraban un salario por proteger a un viajero rico que se internaba por lugares desconocidos y no exentos de mucho riesgo. El anciano miraba extrañado a Beltrán. Sus ropajes, su refinada educación, sus maneras corteses y sobre todo su forma de hablar con el peculiar acento eran ciertamente inusuales por aquellos lugares.
Saciada el hambre y la sed se enfrascaron en animada conversación y Beltrán sacó de su morral una pequeña libretilla y un lápiz, se puso a observar la iglesia y a hacer anotaciones rápidas y precisas. El paisano, que lo observaba atentamente, dijo: —Ahí hubo una vez una mezquita, pero cuando los cristianos echaron a los moros la derribaron y construyeron esta iglesia. Si se fija bien, el campanario tiene forma de alminar, mire los arcos de las ventanas y las celosías, eso es herencia de los moros. Lo aprovecharon para construir por encima la torre que se ve ahora. Aunque yo siempre la he conocido así, desde que soy un niño. Hace años hicieron una obra dentro y encontraron tumbas con huesos de personas, pero esos huesos son de cristianos que enterraron dentro de la iglesia, porque los moros nunca entierran a sus difuntos dentro de las mezquitas—. Beltrán escuchaba con atención, en cierto modo sorprendido por el inesperado conocimiento de aquel lugareño. —Y las murallas, ¿son también de la misma época que la antigua mezquita? — preguntó. —Las murallas yo creo que estaban desde antes, primero las construyeron y luego levantaron la mezquita. Fíjese en esa parte— el anciano hizo un gesto señalando un tramo de muro claramente diferente del resto de la fachada del edificio, —ahí puede usted ver como aprovecharon la muralla mora como pared para construir la iglesia. Mire usted ahí, eso es una torre con forma redonda de los moros, que también la aprovecharon para la iglesia—. Efectivamente, Beltrán observaba con sorpresa la anexión, perfectamente visible, del edificio a una parte de la primitiva muralla árabe, cuya geometría llegaba a deformar manifiestamente las trazas de su planta, además de su adosamiento a una torre circular de la estructura defensiva original.
—Hay unos túneles excavados en la roca de este cerro, que deben tener quinientos o seiscientos años, que comunican directamente esta plaza con el río que pasa por ahí abajo. En el patio de Antonia la miracielos —dijo señalando hacia una fachada en el lado opuesto de la plaza— hay un agujero grande, que lo tienen tapado con troncones y tablas para que no pasen accidentes y desgracias, muy hondo y que nadie sabe exactamente cuál es su profundidad porque lleva muchos años bloqueado por la tierra y las piedras que se han ido desprendiendo, pero yo siempre he escuchado, de mi padre y de mi abuelo, que por ahí se podía bajar al río. Y yo recuerdo de niño que cerca de la orilla había una cueva por la que cabía bien un hombre sin tener que doblarse para pasar, con unos escalones labrados en la piedra que subían y subían hasta que se llegaba a una altura de más de diez metros y ya no se podía seguir más, porque la cueva estaba taponada por la tierra y las piedras que habían caído en el paso. Yo creo que esos túneles, porque dicen que hay más y no solo el de Antonia la miracielos, los hicieron los moros aprovechando las grietas que había en las entrañas del cerro para poder bajar desde la villa hasta el río y coger agua sin tener que pasar por las puertas de las murallas que antes había. Eran como unos pasos secretos para entrar y salir de la ciudad y poder llenar los cántaros sin ser vistos por los que atacaban las murallas.
Los hombres escuchaban atentos y francamente sorprendidos lo que contaba aquel anciano. Recordaban que no muy lejos de allí había unas famosas Minas construidas en los jardines de un lugar conocido como los Jardines de la Casa del Rey Moro, cuya función era defender una captación de agua y una puerta secreta para salir de la ciudad. El lugareño continuó: —Otros dicen que dentro de esos túneles hay un tesoro escondido de los moros, que lo dejaron ahí enterrado cuando entraron los cristianos desde Ronda en la Reconquista, con la esperanza de volver a conquistar Andalucía y recuperar todo el oro que dejaron ahí. Pero nunca más volvieron; y ahora ya no, pero yo recuerdo que siendo yo un chiquillo escuchaba hablar a gente que creía de verdad esa historia. Aunque bueno, quien sabe si no habrá algo de realidad en todo eso. A lo mejor hasta hay un tesoro aquí debajo… —dijo el anciano con tono y gesto burlón, sin duda hombre poseedor de un vasto raciocinio. —Sí, bueno, siempre han circulado historias y leyendas acerca de los musulmanes que habitaron Al-Ándalus— dijo Beltrán, —algo muy normal teniendo en cuenta que se trató de una civilización muy poderosa y culta para su tiempo, y que siempre estuvo envuelta en un halo de exotismo que causó fascinación a los reinos cristianos que empujaban desde el norte en su lento aunque inexorable avance—. El anciano le observaba y escuchaba atento, y pensó que quizá no había entendido del todo lo que acababa de decir. Y continuó, a modo de invitación para introducirlo de nuevo en la conversación: —Siempre ha habido muchas leyendas circulando alrededor de los moros que vivieron en España durante tantos siglos.
El hombre se quedó pensativo unos instantes, y rompiendo el silencio añadió: —También he oído una leyenda que me han referido sobre esos túneles, quién sabe si será verdad, el caso es que cuentan que cuando esta villa era solamente lo que cabía dentro de sus murallas, si acaso poco más, el caíd, que era el que solía hacer de gobernador militar de un pueblo, especialmente en las zonas de la frontera con el Reino de Granada, estoy hablando de los tiempos de los moros, tenía una hija que, aunque rara vez se dejaba ver porque siempre la tenía su padre resguardada tras las celosías de las ventanas de su casa, y cuando lo hacía iba vestida según la costumbre de las mujeres musulmanas, esto es, con el pelo tapado y el rostro cubierto de modo que solo se viesen sus ojos, tenía fama de ser la más hermosa de toda la comarca, una muchacha llamada Aisha az-Zahra, az-Zahra significa “la que brilla”, cuyas esclavas masajeaban con ungüentos cremosos y olorosos, aplicaban lociones para hidratar y dar suavidad a su piel, lavaban y cuidaban su melena larga y espesa, muy negra, y la vestían con ricos ropajes ceñidos a la cintura, de vivos colores, bordados en oro y plata, el velo que tapaba su cabellera igualmente bordado y de muy fina calidad. Aisha gustaba de llevar collares y brazaletes de piedras preciosas, cuyo brillo rivalizaba con el de sus ojos grandes, oscuros y de mirada misteriosa.
—Siguiendo las tradiciones moras, el padre no dejaba que nadie viese a su hija, porque en esa cultura el único que podía ver a una mujer en toda su plenitud era su marido. Pero Aisha era una muchacha atrevida y valiente, no se conformaba con pasar todas las horas del día mirando sin ser vista desde sus lujosos aposentos. Ella quería tener el privilegio de poder respirar el aire fresco de las tardes primaverales, pasear por entre los huertos de naranjos y oler el aroma de sus flores, lavarse en el río que rodeaba el cerro y bañaba las fértiles huertas y observar el cielo anaranjado de los atardeceres que acariciaban un horizonte desconocido para ella. Su padre, el poderoso caíd Ahmad Ben Yusuf al-Arif, incapaz de negarse a los ruegos de su hija, accedió a que pudiese salir del recinto, siempre acompañada de una escolta formada por sus mejores soldados y un séquito de esclavas que le asistieran en todo lo que pudiese necesitar. Pero el caíd, siempre celoso de la intimidad de Aisha, de ningún modo iba a permitir que saliese del recinto por las puertas de las murallas porque causaría un gran revuelo y, de llegar a saberlo el enemigo, seguro es que organizaría una correría para Dios sabe qué. Así que, para satisfacer a su hija, ordenó que se excavaran unos túneles cuya boca de entrada estaba en su propio patio, con el fin de que pudiese bajar directamente desde su casa hasta los pies del cerro, disfrutar de las aguas sosegadas y cristalinas del río, deambular por las huertas de árboles frutales y deleitarse con los sonidos del campo y el canto de los pájaros que volaban veloces a esconderse entre las flores.
—En aquellos tiempos los campos no estaban tan tranquilos como están ahora, que solo se oyen los pájaros y el viento y si te hallas con alguien por ahí es en paz y cada cual a lo suyo. En los últimos tiempos de los moros aquí en España, esta zona estaba dentro de la frontera entre los cristianos y el Reino de Granada, y era un lugar muy peligroso para los que vivían cerca de ella tanto en un lado como en el otro, porque continuamente tenían lugar algaradas de saqueo y castigo, con un grupo pequeño de hombres que asaltaban un lugar determinado y regresaban a su lado de la frontera antes de que el enemigo intentara cortarles el paso. Tanto moros como cristianos contaban con soldados profesionales, los almogávares, que habían hecho de las correrías en terreno contrario su modo de vida. La frontera fue así de brutal. Nadie que se encontrase fuera de las murallas podía nunca imaginar cuando tendría lugar, porque era un tumulto de hombres ágiles, fuertes y veloces, expertos jinetes que iban, o venían, daban un golpe de mano rápido y desaparecían como el viento con todo aquello que se pudieran llevar, ya fuese ganado o personas. Y ni Aisha, ni su escolta ni su séquito de esclavas pudieron reaccionar cuando, una cálida tarde de primavera, estando la muchacha sentada en la margen del río perdida en sus pensamientos mientras acariciaba la corriente de agua que pasaba tranquila, aparecieron de la nada como si fuesen espantos una docena de esos almogávares que cayeron sobre los escoltas sin darles la oportunidad siquiera de defenderse. Tomaron a todas las mujeres, y no pasando desapercibidos para ninguno de ellos la calidad de los ropajes y la joyería de Aisha, su porte orgulloso y elegante y la actitud de autoridad que ejercía sobre el grupo, rápidamente cayeron en la cuenta de que debía tratarse de alguien muy principal, y sin perder tiempo se marcharon de allí con su botínhumano, con todas las esclavas caminando a marchas forzadas atadas a los caballos y Aisha subida en la montura del adalid del grupo junto a éste, desapareciendo del lugar con la misma rapidez con la que habían llegado.
—Cuando la partida de almogávares llegó al Castillo de la Peña, ya en territorio cristiano y a tan solo unas horas de marcha del lugar donde habían raptado a las muchachas, fueron a presentarse al alcaide para mostrarle la que, a su juicio, era sin duda familia de algún moro importante. El alcaide dio permiso a los captores para disponer de las sirvientas según su parecer, pues en aquellos tiempos la captura de cautivos entraba dentro de la lógica de las algaradas y pasaban a convertirse en mercancía que casi siempre terminaba en el mercado de esclavos, ordenó a todos salir del amplio salón, excepto al adalid y a Aisha, que no disminuyó ni un ápice su actitud digna y honorable, y observándola con mucha atención, dijo con el tono imperioso de quien está acostumbrado a mandar y ser obedecido de inmediato: «Acércate». En vista de que Aisha no se movía, el adalid la agarró de brazo con fuerza y la acercó bruscamente hacia el alcaide. «¿Cómo te llamas, muchacha? ¿Quién eres?». La joven no respondió, su mirada dura clavada en los ojos del alcaide. Dirigiéndose al adalid, dijo: «De donde viene no hay muchos moros principales, de hecho solo hay uno, el caíd Ahmad Ben Yusuf, y esta debe ser hija suya; muy joven la veo para ser su esposa. Seguramente a estas alturas los rastreadores moros ya le han hecho saber a Ahmad que la muchacha está en el lado cristiano. Será cuestión de tiempo que un contingente dirigido por él mismo quiera negociar su rescate.
—El alcaide, hombre curtido en la dura vida de frontera y experto en aquellos lances por haber sido mediador en muchos de ellos, no erró, y efectivamente, en el transcurrir de la jornada siguiente se presentó un emisario mahometano solicitando un encuentro en lugar neutral entre el caíd musulmán y el alcaide cristiano para pactar la liberación de Aisha. «Me abrirás las puertas de tu villa para poder conquistarla y entregársela a mi Señora la Reina Isabel de Castilla, que la devolverá de nuevo a la fe católica». El caíd, conocedor al igual que el alcaide de los desenlaces de aquellas negociaciones si no se accedía a las exigencias de los captores, aceptó con profunda tristeza traicionar a su gente y a su reino para salvar la vida de su hija, y pactando el día y la hora, mandó tener despejada y sin vigilancia la entrada de la cueva que subía desde los huertos situados junto al río hasta la plaza, de modo que, al amparo de la noche y sigilosos como los gatos, los cristianos solo tuvieron que franquear las murallas de azahar que formaban los naranjos florecidos, subir por el túnel y llegar a lo más alto de la villa. Una vez ahí la sometieron casi sin resistencia, y así fue como perdieron los moros este lugar, en el que habían estado viviendo ochocientos años, y más de quinientos después todavía siguen aquí sus huellas…— concluyó pensativo el anciano, con la mirada puesta en el horizonte, quizás intentando imaginar cómo fue aquella fortaleza que exhaló su último aliento andalusí, garante como muchas otras de una enigmática cultura que no llegó a morir nunca, acurrucada entre los siglos para suscitar hoy la misma atracción que provocó entre aquellos que, al amparo de la fe, finalmente alcanzaron a doblegarla.

Mientras bajaban por las calles del pueblo para salir a campo abierto, a Beltrán se le ocurrió la idea de reorganizar el viaje. Pensaba volver de nuevo a Ronda y encontrarse con los arrieros para acompañarlos durante el resto del trayecto, sin embargo, súbitamente se planteó la posibilidad de recorrer, acompañado de su escolta, su propio itinerario mientras que el resto del grupo cumplía con la ruta impuesta por las necesidades del mercadeo. Así, mandó alquilar un caballo, y a uno de los hombres que lo acompañaba, el que poseía mayores habilidades ecuestres, le dijo: —Ve a Ronda y di a los arrieros que sigan ellos hasta Cádiz. Tienen que ir a esa ciudad para soltar y recoger mercancías. Nosotros iremos a Granada, y a la vuelta de nuestros respectivos viajes nos encontraremos en Antequera. El grupo que llegue antes que espere al otro. Desde ahí seguiremos hasta Córdoba y luego hacia el norte—. Beltrán y su acompañante hicieron noche en una posada a las afueras del pueblo, y al día siguiente, cuando regresó el jinete tras haber comunicado el plan de viaje a los arrieros, nuevamente se pusieron los tres hombres en marcha. Salieron de El Burgo, recorrieron la falda del cerro sobre el que se asienta el Castillo de Turón, discreto y envuelto en el silencio; pasaron por Ardales y contemplaron el Castillo de la Peña que se elevaba sobre la tranquila villa; por Antequera, dueña de una majestuosa e imponente Alcazaba; por Archidona, coronada con los robustos muros de su Castillo-Fortaleza; por Loja, que envuelve con un espeso y adormecido entramado de callejas y casuchas los pies del cerro que aúpa su formidable Alcazaba; y Santa Fe, ciudad construida sobre el primitivo campamento militar de los Reyes Católicos desde el cual se lanzó el asalto final al Reino Nazarí; para arribar, varios días después, a la ciudad de Granada.
Beltrán, hombre de gran formación y vasta cultura, siempre fue un ávido lector, romántico como ya hemos dicho y, por ende, amante de los viajes y el exotismo. Cuando su padre le regaló uno de los primeros ejemplares traducidos al castellano de los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving, de algún modo comprendió que aquel libro le marcaría y, en cierto sentido, guiaría sus pasos en el futuro. Y efectivamente así fue. Mientras se perdía entre sus páginas supo que no partiría de este mundo sin antes conocer aquella ciudad oriental y exótica, a la que una pléyade de escritores, pintores y artistas en general tomaron como musa para sus creaciones inmortales. Aquel esplendoroso pasado musulmán que finalmente acabó sucumbiendo al empuje cristiano, los paisajes espectaculares y dramáticos y el incalculable patrimonio monumental iluminaban su imaginario con el resplandor cegador de vibrantes sentimientos y pasiones encendidas, y llenaron de frenética actividad los cuatro días que Beltrán pasó en Granada, superando con mucho las ya de por sí elevadas expectativas puestas en la visita. Tras alquilar dos habitaciones -una para Beltrán y otra para sus dos acompañantes- en una pensión decente considerando los cánones hosteleros de la época, dejar los equipajes y saciarse con un copioso almuerzo encargado concienzudamente al casero, salieron a la ciudad para pasear por sus calles y comenzar un periplo que marcaría por siempre el recuerdo del pequeño grupo. Durante su corta pero intensa estancia fueron invitados a una fiesta flamenca improvisada por un grupo de gitanos, Beltrán asistió al teatro -sus acompañantes prefirieron vagar por las tabernas de la ciudad-, visitaron El Generalife y la Alhambra, disfrutaron de alguna velada nocturna con pintorescos personajes de diversa procedencia y alcurnia, admiraron la Catedral, recorrieron las tortuosas, empinadas y estrechas callejuelas del Albaicín, subieron hasta el soberbio balcón mirador situado junto a la Iglesia de San Nicolás, desde el cual pudieron admirar unas panorámicas grandiosas de la Alhambra con Sierra Nevada al fondo, y contemplaron la Iglesia de San Pedro y San Pablo, de estilo mudéjar y renacentista.
Fue mientras paseaban por la Carrera del Darro, a los pies del Albaicín, una cálida y agradable tarde con el ambiente impregnando del aroma de las rosas y los jazmines, sumidos en el bullicio provocado por los animados transeúntes, cuando se toparon con un singular edificio que llamó poderosamente la atención de Beltrán. Se trataba de un palacio renacentista que tenía, en la planta superior, en una de sus esquinas, un balcón tapiado sobre el cual rezaba una curiosa inscripción: «Esperándola del cielo». —Esta insigne morada pertenece a los herederos del ilustre Hernando de Zafra, el que fuera secretario de los Reyes Católicos—. Beltrán, que observaba embelesado la majestuosa fachada ricamente labrada, adornada con esculturas humanas, de animales, con motivos vegetales y florales, sus sobrios aunque elegantes ventanales y su magnífico y fastuoso portón, no pudo menos que desviar su atención hacia un curioso personaje que estaba sentado en un pequeño poyete a varios metros de la entrada al edificio. —Antes de ser la residencia de tan distinguido señor, fue la casa de un moro rico, como lo eran todas las que aquí se yerguen, por ser esto el antiguo barrio árabe de Ajsaris—. Beltrán miraba con curiosidad a aquel singular personaje humildemente vestido que no obstante hacía gala de un cierto aire de solemnidad y orgullo en sus formas y actitud. —Disculpen ustedes, señores. No me he presentado, mi nombre es Mateo Jiménez, estudiante de filosofía, teología y derecho en la Universidad de Granada—. Era el interesante personaje una suerte de juglar moderno, estudiante pobre, sopista y pícaro que mantenía una vida errante ya fuese por necesidad o por deleite de una existencia disoluta, que comía la sopa boba suministrada por los conventos y se buscaba la vida con trabajos esporádicos, trapicheos, pequeños hurtos o jugando su papel de trovador en fiestas y verbenas. Su cualidad principal era, además de poseer la manifiesta virtud de saber contar historias, tener siempre la cuchara a mano para así no perder la ocasión de introducirla en algún plato.
—Mi nombre es Beltrán, viajo junto a estos dos señores por las tierras de Andalucía—. Mateo lo observaba expectante, sabiendo que de aquel viajero, a todas luces rico y de buena familia dada la calidad de sus ropajes, su apariencia y compostura, podría sacar lo suficiente como para comer y alojarse durante varios días. —¿Viene de tierras norteñas, señor? Si me permite el atrevimiento de preguntarle. —Así es— dijo Beltrán. —Mis acompañantes son andaluces, conocen bien estas tierras, pero yo vengo de unos parajes donde el ambiente y las gentes son radicalmente diferentes. Dime, ¿sabes por qué se halla grabada esa insólita inscripción sobre el dintel? — preguntó señalando hacia el balcón sobre el cual estaban inscritas aquellas misteriosas letras. —El palacio fue construido por el nieto del secretario real, el tercer Señor del Señorío de Castril, también llamado Hernando de Zafra, y quizá solo él tuviera conocencia de las razones para esculpir tan reservado y sugerente mensaje. Mentes racionales y prudentes pensarán que parece expresar el deseo de alcanzar la vida celestial esculpido en una especie de hermosísimo y elegante monumento funerario. Sin embargo, está usted en una ciudad por cuyas calles recorren miles de leyendas que nacen a los pies de la Alhambra, habiendo emergido en la realidad de un pasado exótico y denostado para fundirse en las nebulosas de la ilusión y el romanticismo corriendo de la mano de los siglos. Los murmullos de sus piedras se oyen por doquier, y este edificio señorial, plagado de adornos renacentistas y del espíritu de la nobleza que acudió a Granada tras su conquista, oculta secretos que dieron lugar a la leyenda. O quizá sea la misma leyenda la que alberga sus secretos… La historia de la egregia familia que lo habitó termina sucumbiendo al olvido y se difumina con el paso del tiempo, pasando a estar envuelta en un halo de fantasía y realidad. Un amor prohibido, la libertad, la vida y la muerte son los pilares que sustentan la leyenda que voy a narrarle, aunque no es la única que ha desplegado sus alas en torno a esas palabras que coronan el balcón ciego—. Y dicho esto, el juglar paró de hablar, alzó su rostro y miró ceremoniosamente la inscripción, sin duda poniendo en práctica una actuación teatral representada en más de una ocasión.
—Luego de tres siglos de susurros y rumores, aún nos llegan los ecos de aquella triste historia, en cuyo regazo se mece la dulce y bella Elvira, hija del Señor de Castril. Era ésta una muchacha amable y cortés, de gran corazón y agradable conversación, que velaba por el bienestar de todos los que le rodeaban más que por el suyo propio, razón por la cual era muy querida y respetada por toda la familia y por el personal de la casa a su servicio. De inusual belleza, gustaba de liberar su negra y espesa melena para que cayera libre sobre sus hombros, flanqueando un rostro de armoniosas facciones que albergaba sus vivos y despiertos ojos azules. Su piel, blanca y suave como un exquisito y pulcro lienzo que espera ser tocado por sublime arte, era la hermosa envolvente de un alma noble guarecida en un cuerpo esbelto y de sugerentes proporciones, notorias pese a los rigurosos y severos ropajes que conformaban el atuendo de la mujer de la época. Gustaba de asomarse, de vez en cuando y siempre en compañía de alguna de las muchachas a su servicio, al generoso balcón esquinado que dotaba de gran luminosidad a su espaciosa y amplia alcoba, para respirar el aire fresco y puro cargado del aroma de las flores del campo que resbalaba por los imponentes muros del antiguo palacio nazarí, para acercarse a ella silencioso, acariciar su tersa piel y agitar suavemente su melena libre y tentadora. Huelga decir, sin necesidad de añadir detalles, que la estampa que allí se dibujaba, acompañada de los alegres murmullos que se elevan de las aguas del Darro en su tranquilo viaje— en este punto el narrador señaló el cauce del río, a unos metros de donde se encontraban—, llamaba la atención de cualesquiera que por allí pasara, especialmente de los hombres jóvenes, algunos de los cuales pertenecientes a las más aristocráticas e importantes familias de la ciudad.
—Uno de estos muchachos que sin falta alzaba el rostro para observar con embeleso a la bella Elvira era el apuesto Alfonso de Quintanilla, nieto de Alonso Álvarez de Quintanilla, personaje muy principal cuya vida entera estuvo ligada a la Corte de los Reyes de Castilla, muy especialmente a la de los Reyes Católicos, y del cual se dice además que jugó un papel muy importante, aunque en la sombra, en el descubrimiento de las Américas, por haber sido éste de los pocos que ofreció su apoyo moral y económico, incluso dándole de comer, al almirante Cristóbal Colón. Tras la conquista de Granada, el notable Quintanilla permaneció en la ciudad y se construyó su propio palacete, no muy lejos de este. Para Elvira no pasaron desapercibidas sus miradas, y aunque lo disimulaba de manera muy aceptable, la presencia del joven era motivo de desvelos para ella. Tanto era así que las muchachas a su servicio tomaron conciencia de la situación, y Elvira, como mujer risueña y pasional que era, no tardó en compartir con ellas sus afectos para con el apuesto Alfonso. Y ocurrió que estando sentado una tarde en este mismo lugar, así lo cuenta la leyenda, el joven metió la mano en su jubón e hizo asomar una esquina de lo que parecía ser un sobre, dándole a entender, con velados gestos y miradas, que aquella carta era para ella. Elvira, rompiendo las cadenas del miedo y la vergüenza, mandó a una de sus criadas a recogerla, tras lo cual el joven se retiró con una mirada provocativa y una cortés reverencia dejando a la muchacha con el corazón en el pecho deseosa de conocer el contenido de la misiva. Tras romper el lacrado con un estilete y manos temblorosas, desdobló el papel y leyó: «Nunca tuvo rey moro, ni aun poseyendo los jardines de la Alhambra, un lugar donde perderse como yo lo hago en la profundidad de la mirada tuya».
—Pero como siempre ocurre, la confianza es la madre del descuido, y una tarde Hernando de Zafra, además de llegar de sus quehaceres antes de lo acostumbrado, lo hizo por una ruta diferente a la que dictaba su costumbre, de modo que apareció repentinamente en la escena al girar la esquina de un callejón, sorprendiendo a Alfonso sentado en el murete mirando hacia el balcón de su palacio, en el cual estaba su hija Elvira, y ambos compartiendo sonrisas y miradas muy amorosas. Llegado a este punto de la historia conviene aclarar que, por aquel entonces, las familias Zafra y Quintanilla eran acérrimas enemigas que arrastraban antiguas disputas de los tiempos de la Reconquista, razón por la cual no es difícil imaginar la cólera que invadió a Hernando al percatarse de que su hija era cortejada por un Quintanilla. —¡Tú, miserable bellaco! ¡No te atrevas a acercarte a esta santa casa! — dijo mientras hacía señas a sus criados para que lo prendieran. Pero Alfonso, hombre joven, ágil y vigoroso, fue rápido de reflejos y movimientos y saltó como un resorte, alejándose del lugar casi a la carrera. —¡Espero que grabes a fuego en tu memoria la visión de mi hija, porque la de hoy será la última que tengas en tu miserable vida! Antes la doy a las monjas que verla con un Quintanilla. Alcanzará la vida eterna y tú no habrás vuelto a tenerla frente a tus ojos. Ahí te quedarás, esperándola del cielo—. Y dicho esto, entró en su casa seguido de sus criados, subió apresuradamente a la alcoba de su hija y mandó cerrar el balcón, mientras le lanzaba una mirada iracunda que le impedía dirigirle siquiera una palabra. —¡Todos fuera! — gritó dirigiéndose al personal del servicio que se hallaba en la estancia y en los corredores. Incapaz de hablarle, tras unos instantes de pie frente a ella salió de la alcoba cerrando la puerta con tal violencia que el golpe se oyó dentro y fuera del palacio.
—Al día siguiente mandó traer una cuadrilla de albañiles para tapiar el balcón y buscó al mejor cantero de la ciudad con el propósito de que grabase, sobre el dintel, las palabras “Esperándola del cielo” que a modo de juramento Hernando de Zafra había arrojado al joven Alfonso, para que, si alguna vez osaba volver a pasar junto a su puerta, no albergase duda acerca de la suerte de su pretendido romance. Elvira aceptó aquello como algo inevitable por respeto a su padre, aunque abrigando, muy dentro de sí, la ilusión de que algún día, de algún modo, volviesen a verse, a encontrarse. Pero una tarde, mientras se hallaba bordando en uno de los amplios salones del palacio, en compañía de algunas de sus sirvientas, le llegó la noticia, por medio de una doncella que venía de comprar en el mercado, de que Alfonso de Quintanilla, el joven que colmaba todos sus pensamientos, había tenido un accidente con su caballo, sufriendo una aparatosa caída y falleciendo como consecuencia de un violento golpe en la cabeza contra una piedra. —Dicen que desde que no os veía deambulaba como alma en pena— decía la doncella, —su miraba estaba perdida y vacía, y casi no hablaba. Gustaba de vagar errante sin compañía, triste, y de vez en cuando se le escapaban suspiros que envolvían vuestro nombre, señora. En uno de esos paseos solitarios fue que aconteció la desgracia, y cuando lo encontraron nada pudieron hacer por él excepto rezar por su alma—. Difícil es expresar la profunda tristeza en la que a partir de entonces naufragó el otrora alegre carácter de Elvira, agravándose la melancolía hasta que finalmente le arrancó el apetito, el sueño, le habla… y la vida. Una de sus sirvientas, apiadándose de ella, cedió a sus ruegos pese a conocer las nefastas consecuencias y, a petición de Elvira y tras no pocas peripecias, consiguió hacerse de un potente veneno que entregó a la muchacha en la más absoluta intimidad. Desesperada por saberse recluida por siempre y ante la imposibilidad de volver a ver a su amado, puso fin a su vida ingiriendo la mortífera poción, absorta en la ilusión de encontrarse con su querido y adorado Alfonso en el jardín de los justos, para no volver a separarse de él jamás.
—Tras la muerte de su hija, al Señor de Castril se le alteró el carácter y se convirtió en un hombre agrio y pendenciero. Cuentan que una noche, tras un descuido de su mayordomo, una gitana entró furtivamente con un cántaro en el gran patio porticado en torno al cual se distribuyen las estancias del palacio, para llenar agua de la monumental fuente que se alza en el centro del jardín. No pasó mucho tiempo hasta que fue sorprendida por los guardias, y en el forcejeo con éstos cayó la vasija al suelo y se hizo pedazos. La gitana, al ser arrojada a la calle, en presencia de Hernando de Zafra, como si fuese un trapo sucio, iracunda y dolida por el trato lanzó una maldición y le dijo: «sobre ti caerá el agua derramada a tus pies, multiplicada por el número de estrellas que moran el firmamento, y sobre ese agua navegarán tus despojos, errantes en la perpetuidad de los tiempos». El Señor de Castril, hombre devoto y tremendamente supersticioso, no pudo menos que quedar horrorizado por semejantes palabras, retirándose a sus dependencias taciturno y temeroso. Varios días después quedó postrado en el lecho aquejado de una rara enfermedad, y tras unos días de terribles fiebres y agonía, la Parca lo recibió en su gélido regazo. El cadáver de Hernando fue expuesto para su velatorio a la entrada de su palacio, y ese mismo día llovió con tal violencia que el río Darro se desbordó furiosamente y llegó a inundar varias dependencias del palacio, arrastrando además el ataúd con los restos mortales del noble señor… ¡que jamás fueron encontrados!
—¡Bravo! — dijo Beltrán mientras aplaudía. —Eres un gran narrador, un verdadero juglar de nuestros tiempos. Soy agradecido y sé valorar el arte, y por ello no te irás con las manos vacías después de tu buen hacer—. Transcurrido un tiempo, cuando el tal Mateo Jiménez se había marchado siguiendo su camino ambulante hacia Dios sabe dónde, y los hombres que le acompañaban se habían adelantado hacia una taberna cercana para pedir de cenar, Beltrán quedó solo, de pie frente al balcón tapiado, observando la enigmática inscripción bajo la cual aquellos muros parecían latir al son de una voz que hablaba de amor y cuyos lamentos estremecían al rocío de la mañana, en recuerdo de aquellos que, esperándola del cielo, llegaron a ser poseedores de la verdadera libertad.

Tras varios días en Granada los hombres pusieron fin a su estadía, abandonándola en verdad apenados tras haber sido víctimas, como muchos de sus contemporáneos, del embrujo de aquella bellísima y enigmática ciudad, y pusieron rumbo hacia Antequera, a la que llegaron después de dos intensas jornadas de viaje. Una vez allí, no tuvieron más remedio que esperar a los arrieros, haciendo noche en una posada junto a la Puerta de Granada y aprovechando el día siguiente para pasear por sus calles y contemplar muy de cerca su Alcazaba, los numerosos templos y edificios de estilos barroco, renacentista y mudéjar, y respirar el animado y bullicioso ambiente del mercado al aire libre de la Plaza de las Verduras. Esa misma tarde, cuando el horizonte se teñía de anaranjado y el ocaso derramaba su reflejo sobre las laderas del Peñón de los Enamorados, los arrieros procedentes de Cádiz arribaron, y así, para alivio de Beltrán, que ya comenzaba a impacientarse por su deseo de conocer la antaño capital del califato omeya, pusieron rumbo a Aguilar de la Frontera al despuntar las primeras luces del alba, pernoctando en una posada del pueblo y alcanzando finalmente Córdoba al atardecer de la jornada siguiente. Una vez allí, dejó vagar su imaginación entre lo que recordaba de los escritos leídos acerca de la ciudad y las primeras sensaciones causadas por la que llegó a ser la capital más importante, rica y floreciente de todo Occidente, de lo cual ya tan solo quedaba un débil testimonio reflejado en la perenne grandeza de algunos de sus imponentes y majestuosos monumentos.
Le causó honda impresión la grandiosa Mezquita-Catedral, reducto de arte, historia y sabiduría, uno de los edificios más relevantes del arte omeya hispanomusulmán desde su construcción en el año 785 y cuya alquibla, como era habitual en las mezquitas de Al-Ándalus, no estaba orientada hacia La Meca. Paseando bajo los vistosos y elegantes arcos de las salas de oración imaginaba el esplendor andalusí, se abandonaba a la agradable sombra que ofrecía la arboleda del Patio de los Naranjos, sembrado en el pasado de olivos, laureles y cipreses, alzaba la vista hacia el soberbio campanario que envuelve al primitivo minarete desde el cual el almuédano efectuaba las cinco llamadas que cada día se hacían para convocar a los fieles a la oración. Sus sentidos estaban embriagados ante la magnificencia y grandiosidad de aquella construcción con más de mil años de antigüedad que ostentó el privilegio de ser, durante mucho tiempo, la mezquita más grande del mundo tras su culminación durante el gobierno de Almanzor en el siglo X. Aunque por supuesto, el rico patrimonio cordobés lo conforman otras joyas igualmente cargadas de trascendental historia, y así pudo averiguarlo el propio Beltrán, al descubrir y contemplar con no poco deleite su austero y robusto puente romano, el único de la ciudad durante dos mil años desde su construcción en el siglo I a.C. y el primero erigido en piedra que atravesó el río Guadalquivir, que durante tanto tiempo soportó sobre sus pétreos hombros el paso de las orgullosas y amenazantes legiones en su recorrido por la vía Augusta, que comunicaba Gades con la capital del Imperio, Roma. Dieciséis arcos de piedra respaldados por sólidos y contundentes tajamares, flanqueados en sus extremos por Bab al-Qantara -Puerta del Puente- y la Torre de Calahorra, una fortaleza de origen islámico cuya función primigenia fue la de proteger y dar entrada al puente. Beltrán la observaba pensando en la cantidad de transeúntes de todas las épocas que pasaron a sus pies cuando aquella mole vigilante era, en realidad, dos torres separadas la una de la otra. «Testigo mudo de infinitos avatares, vivencias, sentimientos, dramas y glorias…», pensaba mientras acariciaba con la yema de los dedos los bloques de geometría regular que conformaban aquella construcción que se elevaba hasta tocar el cielo.
Asimismo, quiso dejarse llevar sin rumbo alguno por el tupido entramado de calles de trazado islámico del barrio de la judería, sin lugar a duda uno de los principales atractivos de la ciudad, que recoge buena parte de su ingente legado y que fue, durante siglos, el lugar de residencia de una de las comunidades judías más importantes de la península ibérica. Observaba maravillado aquella bendita locura de callejuelas encaladas, patios y plazas que sostienen el peso de la historia, manteniendo viva la herencia judeoespañola, una vorágine urbanística capaz de desarmar al más impasible de los viajeros. Accedió respetuoso al interior de la sinagoga, único testimonio de la arquitectura religiosa hebraica de Córdoba y la única de origen medieval de Andalucía, una maravilla de estilo mudéjar exquisitamente decorada con atauriques, inscripciones de salmos y yeserías de influencia nazarí. Contemplando todo aquello no pudo evitar que la tristeza embargara su ánimo recordando la promulgación del Edicto de Granada que decretaba la expulsión de los judíos en 1492, quedando entonces el edificio para otros usos radicalmente diferentes. Rememoró también, visitando la pequeña plazuela en la que se ubica la casa que le vio nacer, al más insigne de los judíos andalusíes, al célebre filósofo, médico y rabino cordobés Moisés ben Maimón, más conocido como Maimónides, que simplificó la vida de los seguidores de la ley de Moisés reduciendo a trece los seiscientos trece preceptos de la Torá, y que finalmente, siendo víctima como muchos otros de la intolerancia y el extremismo religioso de los almohades, tuvo que abandonar su Al-Ándalus natal para instalarse, tras no pocas peripecias y vicisitudes, en El Cairo, donde falleció en el año 1284. A propósito de este ilustre personaje recordaba Beltrán la expresión “seguir en sus trece”, que tiene su origen en las palabras que la Santa Inquisición expresaba cuando juzgaba judíos que continuaban clandestinamente practicando su religión tras la expulsión en 1492.
Continuando con su particular excursión, prácticamente a la deriva, en aquella trama de callejas en apariencia sin orden ni concierto, y siempre flanqueado por sus dos acompañantes guardaespaldas, vino a toparse con un pequeño edificio de dos plantas que hacía esquina, con dos generosos balcones enrejados en el piso superior rebosantes de la vida y el color que le conferían los geranios, las buganvillas y los claveles, y con una ventana acristalada de dos codos de ancho por uno de alto y una estrecha puerta de entrada hacia el interior del piso a ras de la calle, el cual albergaba una pequeña aunque en apariencia próspera joyería. En el escaparate se mostraban, entre lustrosos anillos incrustados con piedras preciosas de varios y relucientes tonos, lujosos aderezos formados por el collar, los pendientes, la sortija y la pulsera todos ellos haciendo juego entre sí, refinadas tabaqueras, diferentes tipos de sellos fabricados con oro y plata y espléndidos marcos de cuadros, varios diseños de empuñaduras de bastones tan finamente labrados que nunca antes vio Beltrán orfebrería de tan maravillosa factura como aquella. Perplejo ante aquel despliegue de sublime artesanía, se decidió a entrar a en el establecimiento para inquirir acerca de uno de aquellos bastones como regalo para su padre y una elegante sortija de esmeralda para su madre. —Quedaos vosotros aquí, vigilando la puerta, y estad con los sentidos alerta en caso de que alguien que me vea salir del establecimiento desee averiguar si he comprado algo— dijo a los acompañantes.
—Buenos días le dé Dios— dijo Beltrán una vez traspasado el umbral. —Buenos días, sinyor— respondió una voz desde detrás de un robusto mostrador de vidrio sobre el cual había algunos útiles y herramientas de joyero y en cuyo interior se exhibían varias joyas cuidadosamente dispuestas. El hombre, que se ponía en pie irguiéndose con cara amable y sonriente, lucía una prominente calva tapada solo parcialmente por el gorro de cuero que pareciera llevaba como una segunda piel. Su barba, larga hasta llegar al pecho y totalmente cana, le dotaba de un aura de observancia y respeto para con él que, pese a todo, no arrebataba de su semblante la campechanía de unas facciones redondas y generosas. El orfebre, ataviado con unas gafas bifocales de lentes circulares y montura fina como el alambre, le observaba con mirada inteligente y curiosa, intuyendo en aquel hombre joven de elegante porte y ricos ropajes a un potencial comprador. —¿Y què puedo azer por usted? — dijo el joyero. Beltrán se quedó parado unos instantes, sorprendido por el extraño acento, el tono y las palabras empleadas. —Me gustaría obsequiar a mi señor padre con un bastón de elegante empuñadora y a mi señora madre con una bonita sortija de esmeralda. ¿Podría mostrarme variedades y precios? —Naturalmente que sí. Agora mizmo le ensenyo tres de los mijores bastones y sortijas que tengo—. Cogió una llave de uno de los cajones que tenía tras de sí y abrió la ventana para alcanzar dos modelos de bastones y de sortijas, volvió a cerrarla y se dirigió nuevamente al mostrador, del cual sacó otro ejemplar más de cada uno de los artículos. Poniéndolos todos sobre la superficie de cristal, dijo: —Esos tres de kada son los más ermozos y elegantes de los que dispozo—. Beltrán observaba al joyero lleno de curiosidad. «¿Por qué habla ese castellano que suena arcaico y extraño?» pensaba. El vendedor, pareciendo adivinar lo que bullía en su mente, sonrió y añadió: —Oh, disculpe usted, a veces, inconscientemente, hablo el ladino, me sumerjo en mis quehaceres y me olvido de que no estoy a solas con mi mujer y mis hijas en la intimidad de la planta de arriba, que es nuestro hogar.
Ladino… aquello no hizo sino suscitar aún más el interés de Beltrán. Sabía, de sus muchas lecturas, que aquella lengua, también conocida como judeoespañol, era una reliquia lingüística que conservaba las formas del castellano antiguo y constituía, en esencia, una de las señas de identidad de los judíos sefardíes acerca de su pasado español. Razonó entonces que aquel hombre debía ser descendiente de los judíos expulsados de España en tiempos de los Reyes Católicos. Sin embargo, no le pareció adecuado preguntarle directamente por ser, a su entender, una falta de cortesía, y se dispuso a centrarse en los artículos que el joyero le había expuesto cuando su mirada se posó, por cuestiones de azar, sobre una antiquísima llave que estaba colgada de la pared, justo detrás del hombre. La empuñadura estaba ricamente adornada con pequeñas volutas soldadas con mucha perfección y delicadeza, el brazo simulaba, junto a la empuñadura, una columna estriada y la paleta, unida a un cuerpo de mástil de menor grosor que el brazo y separado de este por un hombro que sobresalía de ambos, albergaba dos huecos con forma de estrella de seis puntas, colocadas la una junto a la otra a lo largo de la misma. Era un instrumento de una belleza inusual, sin duda la obra de algún refinado y dedicado orfebre. —Disculpe mi indiscreción, pero no he podido evitar fijarme en esa llave que pende tras de usted. Ha de ser un objeto valiosísimo, a juzgar por su exquisita elaboración— se aventuró a decir. —Permítame presentarme: mi nombre es Beltrán Fernández de Velasco, natural del norte de la península, y estoy haciendo un viaje por tierras andaluzas, a la manera de los foráneos e intrépidos viajeros que con sus escritos me han empujado a emprender esta inigualable aventura— añadió para romper el hielo y establecer un trato más cercano. —Sea usted bienvenido a mi ciudad, caballero. Mi nombre es Miguel López de Lacalle, aunque todos me conocen como Miguel el Joyero.
—En lo que concierne a la llave, quizá no sea una joya tal y como entendemos el término hoy día, pero le puedo asegurar que su valor alcanza y sobrepasa el de toda la orfebrería desplegada ante sus ojos. Déjeme contarle una historia, solo así comprenderá mis palabras. En la península ibérica siempre existió un profundo sentimiento de animadversión hacia el pueblo judío. En tiempos del Imperio Romano eran vistos con desconfianza, ya que tenían fama de menospreciar todas las religiones excepto la suya, y también por su dificultad para asimilarse al resto de la población debido a sus costumbres. Más tarde, en la Hispania visigoda, cuando el rey Recaredo se convirtió al catolicismo, se aplicaron unas políticas antijudías vejatorias y salvajes que no tuvieron parangón en otros reinos cristianos de la época. También hubo antijudaísmo musulmán en Al-Ándalus hasta el siglo XIII pese a que, para los judíos, la invasión musulmana de la península ibérica de 711 significó el fin de la persecución a que habían sido sometidos por los monarcas visigodos y por la Iglesia católica. Los nuevos gobernantes, siguiendo las enseñanzas del Corán, consideraban que los cristianos y judíos eran como ellos gentes del Libro, merecedores de un trato especial, y no debían ser forzados a convertirse al islam, de modo que tenían garantizadas la vida, la propiedad de sus bienes y la libertad de culto, así como un alto grado de autonomía en las aljamas. Pero a cambio, estaban sujetos a un impuesto especial que no pagaban los creyentes y debían llevar vestidos y nombres que los distinguieran de los musulmanes, tenían prohibido pertenecer al ejército y detentar cargos públicos que les confirieran autoridad sobre aquellos. Esta tolerancia terminó cuando al-Ándalus se incorporó al Imperio Almorávide y se impuso la ortodoxia islámica y la pureza de las costumbres. Entonces, muchos judíos fueron obligados a convertirse al islam y otros consiguieron abandonar al-Ándalus, lo que dio lugar a una primera oleada de emigración de judíos, y también de mozárabes, a los reinos cristianos del norte de la Península. La situación llegó a empeorar con el Imperio Almohade, que sustituyó al anterior, en el que las aljamas judías fueron desmanteladas y sus integrantes se vieron obligados a emigrar. En aquellos lugares donde intentaron resistirse, como en Granada, fueron masacrados y los supervivientes fueron obligados a llevar indumentarias especiales, de color azul, para diferenciarlos de los musulmanes.
—Los judíos perseguidos por almorávides y almohades fueron, pese al crecimiento de un antijudaísmo cada vez radical y violento, bien acogidos en los reinos cristianos del norte, porque procedían de un país, Al-Ándalus, cuya civilización era por aquel entonces muy superior a la de la España cristiana, porque hablaban árabe, porque conocían la organización política, económica y social de los territorios musulmanes y porque dominaban las técnicas comerciales más avanzadas, de modo que los reyes protegieron a los judíos por el importante papel que desempeñaron en sus reinos. Pese a todo, la situación cambió en el siglo XIV, cuando comienza a desaparecer la tolerancia debido a cambios sociales, económicos y políticos como las guerras y las catástrofes naturales que preceden y siguen a la Peste Negra. El pueblo, envenenado por la doctrina antijudía de la Iglesia y los sermones de sus frailes, se cree víctima de una maldición y muchos culpan a directamente al pueblo judío de ser los causantes de todas las desgracias. Surgieron entonces los estereotipos antijudíos entre el populacho, calificando como un ser abyecto y miserable, la encarnación de toda clase de vicios y maldades, sucio, maloliente, malvado, cómplice de criminales, cobarde, ávaro, taimado y maestro del engaño, imagen acompañada de gravísimas y absurdas calumnias religiosas como la de llevar a cabo crímenes rituales contra niños cristianos, surgiendo una serie de leyendas y mitos que tendrán una larga pervivencia y que justificarán la violencia antijudía. Todo esto llevó al estallido de revueltas que desembocaron en la matanza de miles de ellos, comenzando en Europa central y extendiéndose hasta España, donde tuvo lugar la masacre antisemita de 1391 que se inició el 6 de junio de ese año en la ciudad de Sevilla. Hubo saqueos, incendios, matanzas y conversiones forzadas de judíos en las principales juderías de las ciudades de casi todos los reinos cristianos de la península ibérica. A los protagonistas del tumulto, seguidores del arcediano de Écija, Ferrán Martínez, tristemente célebre por sus encendidas predicaciones antisemitas, se les conocía como matadores de judíos. Las matanzas se extendieron a otras ciudades, primero del valle del Guadalquivir y luego de otras zonas de Castilla y de la Corona de Aragón. Solo por citar un ejemplo, aquí en Córdoba, con el pretexto de obligar a los judíos a convertirse al cristianismo, una multitud, entre la que se encontraban clérigos y criados de las casas nobles, irrumpió en la judería saqueando y matando. La matanza se prolongó durante tres días, en los que fueron exterminados prácticamente todos los judíos cordobeses, y los que no fueron asesinados fueron obligados a la conversión. No obstante, la judería no sufrió daños irreparables, aunque fue cristianizada de inmediato, apoderándose los asesinos de las viviendas y de los bienes de sus víctimas. La sinagoga perdió su uso como tal, siendo utilizada posteriormente como hospital y como capilla cristiana.
—Las desastrosas consecuencias económicas del pogromo de 1391 no se hicieron esperar, especialmente en los particulares, monasterios y otras instituciones religiosas que perdieron las rentas que tenían situadas sobre los tributos de las aljamas judaicas. Además, provocó una ola migratoria en dirección a Portugal, hacia el norte de África y a ciudades como Constantinopla y Esmirna, en el Imperio Otomano. En el siglo XV el antijudaísmo se dirigió hacia los judeoconversos, los llamados cristianos nuevos, por los cristianos viejos que se consideraban a sí mismos como los verdaderos cristianos. Cuando en Castilla se vivió entre 1449 y 1474 un período de dificultades económicas y de crisis política estallaron revueltas populares contra los conversos, justificando los ataques mediante la afirmación de que estos eran falsos cristianos y que realidad seguían practicando a escondidas la religión judía. En 1478 los Reyes Católicos fundaron el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, con el objetivo de obligar a los conversos a integrarse definitivamente en la sociedad mediante la renuncia absoluta y definitiva del judaísmo. Sin embargo, los inquisidores convencieron a los monarcas de que no lograrían acabar con el criptojudaísmo si los conversos seguían manteniendo el contacto con los judíos, de modo que el 31 de marzo de 1492, poco después de finalizada la Guerra de Granada, los Reyes Católicos firmaron en esa misma ciudad el decreto de expulsión de los judíos, fijando un plazo de cuatro meses para que abandonaran de forma definitiva la Corona de Aragón y la Corona de Castilla con las siguientes palabras: «acordamos de mandar salir todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás tornen ni vuelvan a ellos ni alguno de ellos». Ese es el tiempo que tuvieron para malvender sus propiedades y llevarse lo obtenido en forma de letras de cambio o de mercaderías. Y ese puede ser considerado el final de la historia del judaísmo español, llevando en adelante una existencia velada, siempre bajo la amenaza de la implacable Inquisición, siempre en el punto de mira de la opinión pública que veía, incluso en los conversos sinceros, a los enemigos naturales del catolicismo y de la idiosincrasia española.
—Entre setenta mil y cien mil judíos se marcharon al exilio, llevándose muchos de ellos consigo las llaves de sus casas, las llaves de España, conservándolas generación tras generación con la esperanza de poder volver algún día y abrir las cerraduras de sus antiguos hogares. Y esa es, ni más ni menos, la historia de la que ve colgada tras de mí—. Ambos hombres fijaron la vista sobre el pequeño instrumento, callados, pensativos. Tras unos instantes de reflexión, Beltrán rompió el silencio: —Una historia trágica y de sufrimiento extremo la de los judíos, provocada por la oscuridad mental e intelectual de muchos que para desgracia del pueblo hebreo ocupaban cargos con la suficiente relevancia como para permitirles dar rienda suelta a su odio injustificado. Pero dígame, ¿volvió usted a abrir con esa llave la puerta de la casa que un día sus ancestros se vieron obligados a abandonar? —No, de ningún modo— respondió el joyero. —Vera usted, mi familia emigró primero a Portugal, pero en 1497 el rey Manuel I decretó que todos los judíos debían convertirse al cristianismo o abandonar el país. Entonces se marcharon a Salónica, en el Imperio Otomano, donde fueron bien acogidos e invitados por el sultán, teniendo lugar en la ciudad un gran enriquecimiento y desarrollo económico derivado del comercio y la industria que fue implantando la comunidad hebrea. Allí mi familia permaneció hasta 1570, cuando marcharon al Sultanato de Marruecos siguiendo nuevas y mejores oportunidades comerciales, para terminar en la ciudad de Tánger hacia el 1700 aproximadamente. Ni mis padres, ni mis abuelos, ninguno de mis ascendientes, olvidaron jamás su tierra de origen, Sefarad, que es el nombre propio bíblico aplicado a la península ibérica por la tradición judía. Nosotros somos judíos sefardíes y hemos conservado hasta el día de hoy nuestra forma de hablar, el ladino o judeoespañol, que no es otra cosa que el castellano del siglo XV que hablaban aquellos antepasados míos que tuvieron que abandonar su patria, gran parte de nuestro arte culinario, nuestra música e incluso las canciones de cuna. Hace muchos años, armándome de valor y coraje, decidí retornar a España con mi mujer, recién casados, abandonando Tánger para establecerme aquí en Córdoba y emprender este humilde negocio de orfebrería, siguiendo los pasos y la tradición de toda mi familia desde generaciones atrás y aprovechando los conocimientos obtenidos de mis años de trabajo desde que era un niño en el taller de mi padre. Cuando pisé por primera vez esta ciudad, no fui capaz de encontrar la casa de mis ancestros, quizá demolida para siempre siglos atrás. Con el dinero que gané en mis años mozos pude establecerme aquí, donde gracias a Dios mi familia ha prosperado y, a decir verdad, nadie nos ha molestado nunca. Puedo incluso hacer alarde de ser un miembro respetado dentro del gremio y del pueblo cordobés en general. Aunque debo admitir que tenemos nuestras reservas a la hora de practicar nuestra religión, y preferimos hacerlo en la intimidad de nuestra casa, fuera del alcance de miradas indiscretas. Ahora observe usted esa llave nuevamente y reflexione con detenimiento acerca de su periplo a través de los siglos.
Tras despedirse de Miguel el Joyero de forma amistosa y no sin cierto sentimiento de empatía y solidaridad, salió de nuevo a la calle rumbo a la posada, con el bastón dentro de una elegante caja de madera y la sortija a buen recaudo en el bolsillo interior de su chaleco. Los hombres que le acompañaban iban con los cinco sentidos en alerta y con una mano acariciando la empuñadura de la pistola que portaban en el interior de sus fajines, mientras que Beltrán meditaba acerca la historia narrada por el orfebre. «Unos españoles que mantuvieron vivo a lo largo de los siglos el recuerdo de su patria en los lugares a donde los llevó su exilio, conservando su cultura y su lengua, a pesar de haber sido expulsados, y con ellos, también la riqueza y la cultura. Aquello fue una terrible tragedia que se prolongó en la pena de su nostalgia».

Todo en la vida es temporal. El amor, las ilusiones, los sueños, la existencia… todo, tarde o temprano, concluye de manera definitiva. Quizás una de las mayores condenas que arrastra el ser humano es la melancolía que provoca el tener conciencia de que absolutamente nada de lo que poseemos, material o inmaterial, es impercedero, eterno en el tiempo. Beltrán recordaba las palabras del poeta trágico griego Sófocles: «Para los hombres, nada dura: ni la noche estrellada, ni las desgracias, ni la riqueza; todo esto de pronto un día ha huido». Y ese día había llegado para él, o más exactamente, para el viaje en el que semanas atrás se había embarcado para vivir una aventura que quedaría grabada de manera indeleble en su memoria. La experiencia del viaje en sí, las vivencias de los hechos acaecidos durante los desplazamientos, la siempre incierta búsqueda de alojamiento y los problemas de la logística se convirtieron en el eje central del día a día. Trayectos tortuosos y largos a través de malos caminos -cuando existían-, posadas de camastros incómodos llenos de pulgas con comidas cuando menos poco apetecibles, los padecimientos de las inclemencias climáticas, las noches al raso… aquellas dificultades y penurias fueron resarcidas con creces, en opinión del aventurero Beltrán, por la exótica belleza de los paisajes, por el carácter abierto y hospitalario de los españoles y por la contemplación de los numerosos y pintorescos monumentos, que en su conjunto causaron en el joven una fascinación difícil de describir. En su retorno hacia las tierras norteñas que le habían visto nacer iba rememorando la idiosincrasia hispana, reflejada, en parte, en los narradores que le habían deleitado con aquellos cuentos que seguían el ambiguo límite entre la leyenda y la realidad. Porque a los ojos de espíritus soñadores como el de Beltrán, la España romántica de los primeros años del siglo XIX no fue sino eso, una fascinante amalgama de quijotesca fantasía, drama y realidad.
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Tú nunca defraudas Jesús 😊 Feliz tarde de domingo 🙋🏻♀️👏
Hola Jesús
Me ha encantado tu relato, me ha gustado la manera en que has ido introduciendo tus relatos anteriores para crear de una manera brillante una única historia y al mismo tiempo hacer un recorrido por media Andalucía. Eres un gran escritor de relatos. Tu forma de contar las historias son muy amenas y haces que el lector se enganche leyendo y no pueda parar hasta terminar de leerlo todo. Te felicito.
Nos vemos en la próxima lectura 📖😊🤗
Buenos días María,
Muchas gracias por tus amables palabras. Me alegra que te gusten mis relatos y te agradezco que seas tan fiel lectora de mis escritos. Espero no defraudarte en lo sucesivo… 😜
Que pases un feliz domingo. Nos seguimos 🙏🏻🙋🏼♂️🤗