Las llaves de España
Por Jesús García Jiménez

Aquella mañana quise dejarme llevar sin rumbo alguno por el tupido entramado de calles de trazado islámico del barrio de la judería, sin lugar a duda uno de los principales atractivos de la ciudad, que recoge buena parte de su ingente legado y que fue, durante siglos, el lugar de residencia de una de las comunidades judías más importantes de la península ibérica. Observaba maravillado aquella bendita locura de callejuelas encaladas, patios y plazas que sostienen el peso de la historia, manteniendo viva la herencia judeoespañola, una vorágine urbanística capaz de desarmar al más impasible de los viajeros. Accedí respetuoso al interior de la sinagoga, único testimonio de la arquitectura religiosa hebraica de Córdoba y la única de origen medieval de Andalucía, una maravilla de estilo mudéjar exquisitamente decorada con atauriques, inscripciones de salmos y yeserías de influencia nazarí. Contemplando todo aquello no pude evitar que la tristeza embargara mi ánimo recordando la promulgación del Edicto de Granada que decretaba la expulsión de los judíos en 1492, quedando entonces el edificio para otros usos radicalmente diferentes. Rememoré también, visitando la pequeña plazuela en la que se ubica la casa que le vio nacer, al más insigne de los judíos andalusíes, al célebre filósofo, médico y rabino cordobés Moisés ben Maimón, más conocido como Maimónides, que simplificó la vida de los seguidores de la ley de Moisés reduciendo a trece los seiscientos trece preceptos de la Torá, y que finalmente, siendo víctima como muchos otros de la intolerancia y el extremismo religioso de los almohades, tuvo que abandonar su Al-Ándalus natal para instalarse, tras no pocas peripecias y vicisitudes, en El Cairo, donde falleció en el año 1284. A propósito de este ilustre personaje recordé la expresión “seguir en sus trece”, que tiene su origen en las palabras que la Santa Inquisición expresaba cuando juzgaba judíos que continuaban clandestinamente practicando su religión tras la expulsión en 1492.
Continuando con mi particular excursión, prácticamente a la deriva, en aquella trama de callejas en apariencia sin orden ni concierto, vine a toparme con un pequeño edificio de dos plantas que hacía esquina, con dos generosos balcones enrejados en el piso superior rebosantes de la vida y el color que le conferían los geranios, las buganvillas y los claveles, y con una amplia ventana acristalada y una estrecha puerta de entrada hacia el interior del piso a ras de la calle, el cual albergaba una pequeña aunque en apariencia próspera joyería. En el escaparate se mostraban, entre lustrosos anillos incrustados con piedras preciosas de varios y relucientes tonos, lujosos aderezos formados por el collar, los pendientes, la sortija y la pulsera todos ellos haciendo juego entre sí, refinadas tabaqueras, diferentes tipos de sellos fabricados con oro y plata y espléndidos marcos de cuadros, varios diseños de empuñaduras de bastones tan finamente labrados que nunca antes vi orfebrería de tan maravillosa factura como aquella. Perplejo ante aquel despliegue de sublime artesanía, me decidí a entrar a en el establecimiento para inquirir acerca de uno de aquellos bastones como regalo para mi padre y una elegante sortija de esmeralda para mi madre.
—Buenos días— dije una vez traspasado el umbral. —Buenos días, sinyor— respondió una voz desde detrás de un robusto mostrador de vidrio sobre el cual había algunos útiles y herramientas de joyero y en cuyo interior se exhibían varias joyas cuidadosamente dispuestas. El hombre, que se ponía en pie irguiéndose con cara amable y sonriente, lucía una prominente calva tapada solo parcialmente por el gorro de cuero que pareciera llevaba como una segunda piel. Su barba, larga hasta llegar al pecho y totalmente cana, le dotaba de un aura de observancia y respeto para con él que, pese a todo, no arrebataba de su semblante la campechanía de unas facciones redondas y generosas. El orfebre, ataviado con unas gafas bifocales de lentes circulares y montura fina como el alambre, me observaba con mirada inteligente y curiosa, quizás intuyendo en mi persona a un potencial comprador. —¿Y què puedo azer por usted? — dijo el joyero. He de reconocer que me quedé parado unos instantes, sorprendido por el extraño acento, el tono y las palabras empleadas. —Me gustaría obsequiar a mi señor padre con un bastón de elegante empuñadura y a mi señora madre con una bonita sortija de esmeralda. ¿Podría mostrarme variedades y precios? —Naturalmente que sí. Agora mizmo le ensenyo tres de los mijores bastones y sortijas que tengo—. Cogió una llave de uno de los cajones que tenía tras de sí y abrió la ventana para alcanzar dos modelos de bastones y de sortijas, volvió a cerrarla y se dirigió nuevamente al mostrador, del cual sacó otro ejemplar más de cada uno de los artículos. Poniéndolos todos sobre la superficie de cristal, dijo: —Esos tres de kada son los más ermozos y elegantes de los que dispozo—. Observaba al joyero lleno de curiosidad. «¿Por qué habla ese castellano que suena arcaico y extraño?» pensaba. El vendedor, pareciendo adivinar lo que bullía en su mente, sonrió y añadió: —Oh, disculpe usted, a veces, inconscientemente, hablo el ladino, me sumerjo en mis quehaceres y me olvido de que no estoy a solas con mi mujer y mis hijas en la intimidad de la planta de arriba, que es nuestro hogar.
Ladino… aquello no hizo sino suscitar aún más mi interés. Sabía, de mis lecturas e indagaciones, que aquella lengua, también conocida como judeoespañol, era una reliquia lingüística que conservaba las formas del castellano antiguo y constituía, en esencia, una de las señas de identidad de los judíos sefardíes acerca de su pasado español. Razoné entonces que aquel hombre debía ser descendiente de los judíos expulsados de España en tiempos de los Reyes Católicos. Sin embargo, no me pareció adecuado preguntarle directamente por ser, a mi entender, una falta de cortesía, y me dispuse a centrarme en los artículos que el joyero me había expuesto cuando mi mirada se posó, por cuestiones de azar, sobre una antiquísima llave que estaba colgada de la pared, justo detrás del hombre. La empuñadura estaba ricamente adornada con pequeñas volutas soldadas con mucha perfección y delicadeza, el brazo simulaba, junto a la empuñadura, una columna estriada y la paleta, unida a un cuerpo de mástil de menor grosor que el brazo y separado de este por un hombro que sobresalía de ambos, albergaba dos huecos con forma de estrella de seis puntas, colocadas la una junto a la otra a lo largo de la misma. Era un instrumento de una belleza inusual, sin duda la obra de algún refinado y dedicado orfebre. —Disculpe mi indiscreción, pero no he podido evitar fijarme en esa llave que pende tras de usted. Ha de ser un objeto valiosísimo, a juzgar por su exquisita elaboración— me aventuré a decir.
—De esa llave, que quizá no sea una joya tal y como entendemos el término hoy día, le puedo asegurar que su valor alcanza y sobrepasa el de toda la orfebrería desplegada ante sus ojos. Déjeme contarle una historia, solo así comprenderá mis palabras. En la península ibérica siempre existió un profundo sentimiento de animadversión hacia el pueblo judío. En tiempos del Imperio Romano eran vistos con desconfianza, ya que tenían fama de menospreciar todas las religiones excepto la suya, y también por su dificultad para asimilarse al resto de la población debido a sus costumbres. Más tarde, en la Hispania visigoda, cuando el rey Recaredo se convirtió al catolicismo, se aplicaron unas políticas antijudías vejatorias y salvajes que no tuvieron parangón en otros reinos cristianos de la época. También hubo antijudaísmo musulmán en Al-Ándalus hasta el siglo XIII pese a que, para los judíos, la invasión musulmana de la península ibérica de 711 significó el fin de la persecución a que habían sido sometidos por los monarcas visigodos y por la Iglesia católica. Los nuevos gobernantes, siguiendo las enseñanzas del Corán, consideraban que los cristianos y judíos eran como ellos gentes del Libro, merecedores de un trato especial, y no debían ser forzados a convertirse al islam, de modo que tenían garantizadas la vida, la propiedad de sus bienes y la libertad de culto, así como un alto grado de autonomía en las aljamas. Pero a cambio, estaban sujetos a un impuesto especial que no pagaban los creyentes y debían llevar vestidos y nombres que los distinguieran de los musulmanes, tenían prohibido pertenecer al ejército y detentar cargos públicos que les confirieran autoridad sobre aquellos. Esta tolerancia terminó cuando al-Ándalus se incorporó al Imperio Almorávide y se impuso la ortodoxia islámica y la pureza de las costumbres. Entonces, muchos judíos fueron obligados a convertirse al islam y otros consiguieron abandonar al-Ándalus, lo que dio lugar a una primera oleada de emigración de judíos, y también de mozárabes, a los reinos cristianos del norte de la Península. La situación llegó a empeorar con el Imperio Almohade, que sustituyó al anterior, en el que las aljamas judías fueron desmanteladas y sus integrantes se vieron obligados a emigrar. En aquellos lugares donde intentaron resistirse, como en Granada, fueron masacrados y los supervivientes fueron obligados a llevar indumentarias especiales, de color azul, para diferenciarlos de los musulmanes.
—Los judíos perseguidos por almorávides y almohades fueron, pese al crecimiento de un antijudaísmo cada vez radical y violento, bien acogidos en los reinos cristianos del norte, porque procedían de un país, Al-Ándalus, cuya civilización era por aquel entonces muy superior a la de la España cristiana, porque hablaban árabe, porque conocían la organización política, económica y social de los territorios musulmanes y porque dominaban las técnicas comerciales más avanzadas, de modo que los reyes protegieron a los judíos por el importante papel que desempeñaron en sus reinos. Pese a todo, la situación cambió en el siglo XIV, cuando comienza a desaparecer la tolerancia debido a cambios sociales, económicos y políticos como las guerras y las catástrofes naturales que preceden y siguen a la Peste Negra. El pueblo, envenenado por la doctrina antijudía de la Iglesia y los sermones de sus frailes, se cree víctima de una maldición y muchos culpan a directamente al pueblo judío de ser los causantes de todas las desgracias. Surgieron entonces los estereotipos antijudíos entre el populacho, calificando como un ser abyecto y miserable, la encarnación de toda clase de vicios y maldades, sucio, maloliente, malvado, cómplice de criminales, cobarde, ávaro, taimado y maestro del engaño, imagen acompañada de gravísimas y absurdas calumnias religiosas como la de llevar a cabo crímenes rituales contra niños cristianos, surgiendo una serie de leyendas y mitos que tendrán una larga pervivencia y que justificarán la violencia antijudía. Todo esto llevó al estallido de revueltas que desembocaron en la matanza de miles de ellos, comenzando en Europa central y extendiéndose hasta España, donde tuvo lugar la masacre antisemita de 1391 que se inició el 6 de junio de ese año en la ciudad de Sevilla. Hubo saqueos, incendios, matanzas y conversiones forzadas de judíos en las principales juderías de las ciudades de casi todos los reinos cristianos de la península ibérica. A los protagonistas del tumulto, seguidores del arcediano de Écija, Ferrán Martínez, tristemente célebre por sus encendidas predicaciones antisemitas, se les conocía como matadores de judíos. Las matanzas se extendieron a otras ciudades, primero del valle del Guadalquivir y luego de otras zonas de Castilla y de la Corona de Aragón. Solo por citar un ejemplo, aquí en Córdoba, con el pretexto de obligar a los judíos a convertirse al cristianismo, una multitud, entre la que se encontraban clérigos y criados de las casas nobles, irrumpió en la judería saqueando y matando. La matanza se prolongó durante tres días, en los que fueron exterminados prácticamente todos los judíos cordobeses, y los que no fueron asesinados fueron obligados a la conversión. No obstante, la judería no sufrió daños irreparables, aunque fue cristianizada de inmediato, apoderándose los asesinos de las viviendas y de los bienes de sus víctimas. La sinagoga perdió su uso como tal, siendo utilizada posteriormente como hospital y como capilla cristiana.
—Las desastrosas consecuencias económicas del pogromo de 1391 no se hicieron esperar, especialmente en los particulares, monasterios y otras instituciones religiosas que perdieron las rentas que tenían situadas sobre los tributos de las aljamas judaicas. Además, provocó una ola migratoria en dirección a Portugal, hacia el norte de África y a ciudades como Constantinopla y Esmirna, en el Imperio Otomano. En el siglo XV el antijudaísmo se dirigió hacia los judeoconversos, los llamados cristianos nuevos, por los cristianos viejos que se consideraban a sí mismos como los verdaderos cristianos. Cuando en Castilla se vivió entre 1449 y 1474 un período de dificultades económicas y de crisis política estallaron revueltas populares contra los conversos, justificando los ataques mediante la afirmación de que estos eran falsos cristianos y que realidad seguían practicando a escondidas la religión judía. En 1478 los Reyes Católicos fundaron el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, con el objetivo de obligar a los conversos a integrarse definitivamente en la sociedad mediante la renuncia absoluta y definitiva del judaísmo. Sin embargo, los inquisidores convencieron a los monarcas de que no lograrían acabar con el criptojudaísmo si los conversos seguían manteniendo el contacto con los judíos, de modo que el 31 de marzo de 1492, poco después de finalizada la Guerra de Granada, los Reyes Católicos firmaron en esa misma ciudad el decreto de expulsión de los judíos, fijando un plazo de cuatro meses para que abandonaran de forma definitiva la Corona de Aragón y la Corona de Castilla con las siguientes palabras: «acordamos de mandar salir todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás tornen ni vuelvan a ellos ni alguno de ellos». Ese es el tiempo que tuvieron para malvender sus propiedades y llevarse lo obtenido en forma de letras de cambio o de mercaderías. Y ese puede ser considerado el final de la historia del judaísmo español, llevando en adelante una existencia velada, siempre bajo la amenaza de la implacable Inquisición, siempre en el punto de mira de la opinión pública que veía, incluso en los conversos sinceros, a los enemigos naturales del catolicismo y de la idiosincrasia española.
—Entre setenta mil y cien mil judíos se marcharon al exilio, llevándose muchos de ellos consigo las llaves de sus casas, las llaves de España, conservándolas generación tras generación con la esperanza de poder volver algún día y abrir las cerraduras de sus antiguos hogares. Y esa es, ni más ni menos, la historia de la que ve colgada tras de mí—. Ambos fijamos la vista sobre el pequeño instrumento, callados, pensativos. Tras unos instantes de reflexión, rompí el silencio: —Una historia trágica y de sufrimiento extremo la de los judíos, provocada por la oscuridad mental e intelectual de muchos que para desgracia del pueblo hebreo ocupaban cargos con la suficiente relevancia como para permitirles dar rienda suelta a su odio injustificado. Pero dígame, ¿volvió usted a abrir con esa llave la puerta de la casa que un día sus ancestros se vieron obligados a abandonar? —No, de ningún modo— respondió el joyero. —Vera usted, mi familia emigró primero a Portugal, pero en 1497 el rey Manuel I decretó que todos los judíos debían convertirse al cristianismo o abandonar el país. Entonces se marcharon a Salónica, en el Imperio Otomano, donde fueron bien acogidos e invitados por el sultán, teniendo lugar en la ciudad un gran enriquecimiento y desarrollo económico derivado del comercio y la industria que fue implantando la comunidad hebrea. Allí mi familia permaneció hasta 1570, cuando marcharon al Sultanato de Marruecos siguiendo nuevas y mejores oportunidades comerciales, para terminar en la ciudad de Tánger hacia el 1700 aproximadamente. Ni mis padres, ni mis abuelos, ninguno de mis ascendientes, olvidaron jamás su tierra de origen, Sefarad, que es el nombre propio bíblico aplicado a la península ibérica por la tradición judía. Nosotros somos judíos sefardíes y hemos conservado hasta el día de hoy nuestra forma de hablar, el ladino o judeoespañol, que no es otra cosa que el castellano del siglo XV que hablaban aquellos antepasados míos que tuvieron que abandonar su patria, gran parte de nuestro arte culinario, nuestra música e incluso las canciones de cuna. Hace muchos años, armándome de valor y coraje, decidí retornar a España con mi mujer, recién casados, abandonando Tánger para establecerme aquí en Córdoba y emprender este humilde negocio de orfebrería, siguiendo los pasos y la tradición de toda mi familia desde generaciones atrás y aprovechando los conocimientos obtenidos de mis años de trabajo desde que era un niño en el taller de mi padre. Cuando pisé por primera vez esta ciudad, no fui capaz de encontrar la casa de mis ancestros, quizá demolida para siempre siglos atrás. Con el dinero que gané en mis años mozos pude establecerme aquí, donde gracias a Dios mi familia ha prosperado y, a decir verdad, nadie nos ha molestado nunca. Puedo incluso hacer alarde de ser un miembro respetado dentro del gremio y del pueblo cordobés en general. Aunque debo admitir que tenemos nuestras reservas a la hora de practicar nuestra religión, y preferimos hacerlo en la intimidad de nuestra casa, fuera del alcance de miradas indiscretas. Ahora observe usted esa llave nuevamente y reflexione con detenimiento acerca de su periplo a través de los siglos.
Tras despedirme del joyero de forma amistosa y no sin cierto sentimiento de empatía y solidaridad, salí de nuevo a la calle rumbo a la realidad del presente, con el bastón dentro de una elegante caja de madera y la sortija a buen recaudo en el bolsillo interior de mi chaqueta, meditando acerca de la historia narrada por el orfebre. «Unos españoles que mantuvieron vivo a lo largo de los siglos el recuerdo de su patria en los lugares a donde los llevó su exilio, conservando su cultura y su lengua, a pesar de haber sido expulsados, y con ellos, también la riqueza y la cultura. Aquello fue una terrible tragedia que se prolongó en la pena de su nostalgia».

Es una desgracia que el Rey y la Reina tengan que buscar su gloria en gente inofensiva. Cuando los reyes y reinas cometen hechos dudosos se hacen daño a sí mismos, y como bien se dice entre más grande la persona que comete el error, el error es mayor; profundo e inconcebible como España nunca haya visto hasta ahora.
Por centurias futuras, vuestros descendientes pagarán por sus apreciados errores del presente. La nación se transformará en una nación de conquistadores, y al mismo tiempo os convertiréis en una nación de iletrados. En el curso del tiempo el nombre tan admirado de España se convertirá en un susurro entre las naciones.
Expúlsennos, arrójennos de esta tierra que hemos querido tanto como Vos; nosotros les recordaremos y a su vil edicto de expulsión para siempre.
Fragmento de la carta que Rabí Yitzjak Abravanel y Abraham Senior enviaron a los Reyes Católicos cuando tuvieron conocimiento del Edicto de Granada
Puede leerse la carta completa aquí: https://www.sfarad.es
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Hola Jesús,
Tu historia es muy emotiva por referirse a un pueblo que ha tenido que sufrir un holocausto y el acoso en numerosos países. Un pueblo que por razones religiosas han sufrido el exilio y a pesar de todo siempre han demostrado un comportamiento intachable, son trabajadores, educados, nada violentos y muy respetuosos. También son personas muy inteligentes que han tenido puestos de trabajo muy relevantes y han sabido manejar el comercio y los negocios de manera extraordinaria, lo que a mí parecer ha sido siempre el verdadero motivo por el que han sido expulsados, por el miedo de los cristianos a que personas superiores a ellos pudieran estar por encima de ellos.
Te dejo este proverbio Judío “ El mundo desaparecerá no porque haya demasiados humanos, sino porque hay demasiados inhumanos”
Espero que estés bien y nos vamos siguiendo 🙋🏻♀️😊
Hola María,
Muchas gracias por pasarte por mi blog y por leerme. De verdad es un placer para mí tenerte por aquí. Estoy de acuerdo contigo en tu comentario. Yo creo que desde que expulsaron a los judíos, España no levanta cabeza, y de eso hace ya varios siglos.
Gracias también por aportar siempre tan interesantes comentarios, con proverbios incluidos. Cuídate mucho y vamos hablando, nos seguimos 🙏🏻🙋🏼♂️🤗