Microrrelato

Esperándola del cielo

Por Jesús García Jiménez

Paseaba por la Carrera del Darro, a los pies del Albaicín, una cálida y agradable tarde con el ambiente impregnando del aroma de las rosas y los jazmines, sumido en el bullicio provocado por los animados transeúntes, cuando me topé con un singular edificio que llamó poderosamente mi atención. Se trataba de un palacio renacentista que tenía, en la planta superior, en una de sus esquinas, un balcón tapiado sobre el cual rezaba una curiosa inscripción: «Esperándola del cielo». —Esta insigne morada pertenece a los herederos del ilustre Hernando de Zafra, el que fuera secretario de los Reyes Católicos—. Yo, que observaba embelesado la majestuosa fachada ricamente labrada, adornada con esculturas humanas, de animales, con motivos vegetales y florales, sus sobrios aunque elegantes ventanales y su magnífico y fastuoso portón, no pude menos que desviar mi atención hacia un curioso personaje que estaba sentado en un pequeño poyete a varios metros de la entrada al edificio. —Antes de ser la residencia de tan distinguido señor, fue la casa de un moro rico, como lo eran todas las que aquí se yerguen, por ser esto el antiguo barrio árabe de Ajsaris—. Miraba con curiosidad a aquel singular personaje humildemente vestido que, no obstante, hacía gala de un cierto aire de solemnidad y orgullo en sus formas y actitud. —Disculpe usted, señor. No me he presentado, mi nombre es Mateo Jiménez, estudiante de Letras en la Universidad de Granada—. Era el interesante personaje una suerte de juglar moderno, estudiante pobre, sopista y pícaro que mantenía una vida errante ya fuese por necesidad o por deleite de una existencia disoluta, que comía la sopa boba suministrada por los conventos y se buscaba la vida con trabajos esporádicos, trapicheos, pequeños hurtos o jugando su papel de trovador en fiestas y verbenas. Su cualidad principal era, además de poseer la manifiesta virtud de saber contar historias, tener siempre la cuchara a mano para así no perder la ocasión de introducirla en algún plato.

El moderno goliardo me observaba expectante, quizás imaginando que, tras una apasionada narración, podría sacar lo suficiente como para comer y alojarse al menos una noche. —¿Viene de muy lejos, señor? Si me permite el atrevimiento de preguntarle. —No, a decir verdad soy andaluz, y por mi acento comprenderás que de no muy lejos de aquí. Conozco bien esta ciudad por haberla visitado varias veces. Dime, ¿sabes por qué se halla grabada esa insólita inscripción sobre el dintel? — pregunté señalando hacia el balcón sobre el cual estaban inscritas aquellas misteriosas letras. —El palacio fue construido por el nieto del secretario real, el tercer Señor del Señorío de Castril, también llamado Hernando de Zafra, y quizá solo él tuviera conocencia de las razones para esculpir tan reservado y sugerente mensaje. Mentes racionales y prudentes pensarán que parece expresar el deseo de alcanzar la vida celestial esculpido en una especie de hermosísimo y elegante monumento funerario. Sin embargo, está usted en una ciudad por cuyas calles recorren miles de leyendas que nacen a los pies de la Alhambra, habiendo emergido en la realidad de un pasado exótico y denostado para fundirse en las nebulosas de la ilusión y el romanticismo corriendo de la mano de los siglos. Los murmullos de sus piedras se oyen por doquier, y este edificio señorial, plagado de adornos renacentistas y del espíritu de la nobleza que acudió a Granada tras su conquista, oculta secretos que dieron lugar a la leyenda. O quizá sea la misma leyenda la que alberga sus secretos… La historia de la egregia familia que lo habitó termina sucumbiendo al olvido y se difumina con el paso del tiempo, pasando a estar envuelta en un halo de fantasía y realidad. Un amor prohibido, la libertad, la vida y la muerte son los pilares que sustentan la leyenda que voy a narrarle, aunque no es la única que ha desplegado sus alas en torno a esas palabras que coronan el balcón ciego—. Y dicho esto, el juglar paró de hablar, alzó su rostro y miró ceremoniosamente la inscripción, sin duda poniendo en práctica una actuación teatral representada en más de una ocasión. 

—Tras cinco siglos de susurros y rumores, aún nos llegan los ecos de aquella triste historia, en cuyo regazo se mece la dulce y bella Elvira, descendiente única del Señor de Castril, viudo desde el momento mismo del alumbramiento de su hija. Era ésta una muchacha amable y cortés, de gran corazón y agradable conversación, que velaba por el bienestar de todos los que le rodeaban más que por el suyo propio, razón por la cual era muy querida y respetada por toda la familia y por el personal de la casa a su servicio. De inusual belleza, gustaba de soltar su negra y espesa melena para que cayera libre sobre sus hombros, flanqueando un rostro de armoniosas facciones que albergaba sus vivos y despiertos ojos azules. Su piel, blanca y suave como un exquisito y pulcro lienzo que espera ser tocado por sublime arte, era la hermosa envolvente de un alma noble guarecida en un cuerpo esbelto y de sugerentes proporciones, notorias pese a los rigurosos y severos ropajes que conformaban el atuendo de la mujer de la época. Disfrutaba asomándose, de vez en cuando y siempre en compañía de alguna de las muchachas a su servicio, al generoso balcón esquinado que dotaba de gran luminosidad a su espaciosa y amplia alcoba, para respirar el aire fresco y puro cargado del aroma de las flores del campo que resbalaba por los imponentes muros del antiguo palacio nazarí, acercándose a ella silencioso, acariciando su tersa piel y agitando suavemente su melena libre y tentadora. Huelga decir, sin necesidad de añadir detalles, que la estampa que allí se dibujaba, acompañada de los alegres murmullos que se elevan de las aguas del Darro en su tranquilo viaje— en este punto el narrador señaló el cauce del río, a unos metros de donde nos encontrábamos—, llamaba la atención de cualesquiera que por allí pasara, especialmente de los hombres jóvenes, algunos de los cuales pertenecientes a las más aristocráticas e importantes familias de la ciudad.

—Uno de estos muchachos que sin falta alzaba el rostro para observar con embeleso a la bella Elvira era el apuesto Alfonso de Quintanilla, nieto de Alonso Álvarez de Quintanilla, personaje muy principal cuya vida entera estuvo ligada a la Corte de los Reyes de Castilla, muy especialmente a la de los Reyes Católicos, y del cual se dice además que jugó un papel muy importante, aunque en la sombra, en el descubrimiento de las Américas, por haber sido éste de los pocos que ofreció su apoyo moral y económico, incluso dándole de comer, al almirante Cristóbal Colón. Tras la conquista de Granada, el notable Quintanilla permaneció en la ciudad y se construyó su propio palacete, no muy lejos de este. Para Elvira no pasaron desapercibidas sus miradas, y aunque lo disimulaba de manera muy aceptable, la presencia del joven era motivo de desvelos para ella. Tanto era así que las muchachas a su servicio tomaron conciencia de la situación y Elvira, como mujer risueña y pasional que era, no tardó en compartir con ellas sus afectos para con el apuesto Alfonso. Y ocurrió que estando sentado una tarde en este mismo lugar, así lo cuenta la leyenda, el joven metió la mano en su jubón e hizo asomar la esquina de lo que parecía ser un sobre, dándole a entender, con velados gestos y miradas, que aquella carta era para ella. Elvira, rompiendo las cadenas del miedo y la vergüenza, mandó a una de sus criadas a recogerla, tras lo cual el joven se retiró con una mirada provocativa y una cortés reverencia, dejando a la muchacha con el corazón en el pecho y deseosa de conocer el contenido de la misiva. Una vez roto el lacrado con un estilete y manos temblorosas, desdobló el papel y leyó: «Nunca tuvo rey moro, ni aun poseyendo los jardines de la Alhambra, un lugar donde perderse como yo lo hago en la profundidad de la mirada tuya».

—Pero como siempre ocurre, la confianza es la madre del descuido, y una tarde Hernando de Zafra, además de llegar de sus quehaceres antes de lo acostumbrado, lo hizo por una ruta diferente a la que dictaba su costumbre, de modo que apareció repentinamente en la escena al girar la esquina de un callejón, sorprendiendo a Alfonso sentado en el murete mirando hacia el balcón de su palacio, en el cual estaba su hija Elvira, ambos compartiendo sonrisas y miradas cómplices y amorosas. Llegado a este punto de la historia conviene aclarar que, por aquel entonces, las familias Zafra y Quintanilla eran acérrimas enemigas que arrastraban antiguas disputas de los tiempos de la Reconquista, razón por la cual no es difícil imaginar la cólera que invadió a Hernando al percatarse de que su hija estaba siendo cortejada por un Quintanilla. —¡Tú, miserable bellaco! ¡No te atrevas a acercarte a esta santa casa! — dijo mientras hacía señas a sus criados para que lo prendieran. Pero Alfonso, hombre joven, ágil y vigoroso, fue rápido de reflejos y movimientos y saltó como un resorte, alejándose del lugar casi a la carrera. —¡Espero que grabes a fuego en tu memoria la visión de mi hija, porque la de hoy será la última que tengas en tu miserable vida! Antes la doy a las monjas que verla con un Quintanilla. Alcanzará la vida eterna y tú no habrás vuelto a tenerla frente a tus ojos. Ahí te quedarás, esperándola del cielo—. Y dicho esto, entró en su casa seguido de sus criados, subió apresuradamente a la alcoba de su hija y mandó cerrar el balcón, mientras le lanzaba una mirada iracunda que le impedía dirigirle siquiera una palabra. —¡Todos fuera! — gritó dirigiéndose al personal del servicio que se hallaba en la estancia y en los corredores. Incapaz de hablarle, tras unos instantes de pie frente a ella salió de la alcoba cerrando la puerta con tal violencia que el golpe se oyó dentro y fuera del palacio.

—Al día siguiente mandó traer una cuadrilla de albañiles para tapiar el balcón y buscó al mejor cantero de la ciudad con el propósito de que grabase, sobre el dintel, las palabras “Esperándola del cielo” que a modo de juramento Hernando de Zafra había arrojado al joven Alfonso, para que, si alguna vez osaba volver a pasar junto a su puerta, no albergase dudas acerca de la suerte de su pretendido romance. Elvira aceptó aquello como algo inevitable por respeto a su padre, aunque abrigando, muy dentro de sí, la ilusión de que algún día, de algún modo, volviesen a verse, a encontrarse. Pero una tarde, mientras se hallaba bordando en uno de los amplios salones del palacio, en compañía de algunas de sus sirvientas, le llegó la noticia, por medio de una doncella que venía de comprar en el mercado, de que Alfonso de Quintanilla, el joven que colmaba todos sus pensamientos, había tenido un accidente con su caballo, sufriendo una aparatosa caída y falleciendo como consecuencia de un violento golpe en la cabeza contra una piedra. —Dicen que desde que no os veía deambulaba como alma en pena— decía la doncella, —su miraba estaba perdida y vacía, y casi no hablaba. Gustaba de vagar errante sin compañía, triste, y de vez en cuando se le escapaban suspiros que envolvían vuestro nombre, señora. En uno de esos paseos solitarios fue que aconteció la desgracia, y cuando lo encontraron nada pudieron hacer por él sino rezar por su alma—. Difícil es expresar la profunda tristeza en la que a partir de entonces naufragó el otrora alegre carácter de Elvira, agravándose la melancolía hasta que finalmente le arrancó el apetito, el sueño, le habla… y la vida. Una de sus sirvientas, apiadándose de ella, cedió a sus ruegos pese a conocer las nefastas consecuencias, y a petición de Elvira y tras no pocas peripecias, consiguió hacerse con un potente veneno que entregó a la muchacha en la más absoluta intimidad. Desesperada por saberse recluida por siempre y ante la imposibilidad de volver a ver a su amado, puso fin a su vida ingiriendo la mortífera poción, absorta en la ilusión de encontrarse con su querido y adorado Alfonso en el jardín de los justos, para no volver a separarse de él jamás.

—Tras la muerte de su hija, al Señor de Castril se le alteró el carácter y se convirtió en un hombre agrio y pendenciero. Cuentan que una noche, tras un descuido de su mayordomo, una gitana entró furtivamente con un cántaro en el gran patio porticado en torno al cual se distribuyen las estancias del palacio, para llenar agua de la monumental fuente que se alza en el centro del jardín. No pasó mucho tiempo hasta que fue sorprendida por los guardias, y en el forcejeo con éstos cayó la vasija al suelo y se hizo pedazos. La gitana, al ser arrojada a la calle, en presencia de Hernando de Zafra, como si fuese un trapo sucio, iracunda y dolida por el trato lanzó una maldición y le dijo: «sobre ti caerá el agua derramada a tus pies, multiplicada por el número de estrellas que moran el firmamento, y sobre ese agua navegarán tus despojos, errantes en la perpetuidad de los tiempos». El Señor de Castril, hombre devoto y tremendamente supersticioso, no pudo menos que quedar horrorizado por semejantes palabras, retirándose a sus dependencias taciturno y temeroso. Varios días después quedó postrado en el lecho aquejado de una rara enfermedad, y tras unos días de terribles fiebres y agonía, la Parca lo recibió en su gélido regazo. El cadáver de Hernando fue expuesto para su velatorio a la entrada de su palacio, y ese mismo día llovió con tal violencia que el río Darro se desbordó furiosamente y llegó a inundar varias dependencias del palacio, arrastrando además el ataúd con los restos mortales del noble señor… ¡que jamás fueron encontrados!

—¡Bravo! — dije mientras aplaudía. —Eres un gran narrador, un verdadero juglar de nuestros tiempos. Soy agradecido y sé valorar el arte, y por ello no te irás con las manos vacías después de tu buen hacer—. Instantes después, tras despedirnos cordialmente, quedé solo, de pie frente al balcón tapiado, observando la enigmática inscripción bajo la cual aquellos muros parecían latir al son de una voz que hablaba de amor y cuyos lamentos estremecían al rocío de la mañana, en recuerdo de aquellos que, esperándola del cielo, llegaron a ser poseedores de la verdadera libertad.

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2 comentarios

  1. Maria

    Hola Jesús,

    Muy bonita leyenda a pesar de tener un final triste. Me gusta la versión que le has dado. Es lo bueno de las leyendas, que se les puede dar diferentes versiones y diferentes finales.
    Te deseo que pases una feliz tarde y nos vemos en la próxima lectura 🙋🏻‍♀️🤗

    1. jgarcia

      Hola María,

      Muchas gracias por tu comentario, y me alegra mucho que te haya gustado la leyenda. Como dices, a una misma leyenda se le pueden dar varios finales alternativos, todo depende de la imaginación del escritor.

      Cuídate mucho y que pases unas Felices Fiestas, nos seguimos 🤗

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