Mapa de Estrellas
Por Jesús García Jiménez
Relato finalista del Concurso de Narrativa Breve 2022 organizado por el Instituto Geográfico Nacional

Esta es una historia de admiración, esa especie de fuerza irresistible hacia ciertas personas acreedoras de unas cualidades extraordinarias, un acto de reconocimiento hacia un ser excepcional por el apoyo que me brindó y por todo lo que me enseñó e inculcó, por haberme mostrado que la realidad está cargada de sentido y racionalidad y que la compleja sencillez de la naturaleza puede llegar a suscitar una perplejidad sin límites; por haberme permitido aprender, reaprender y mejorar pero siempre cuidando de no perder la propia esencia en la conciencia de las limitaciones y las fortalezas.
«Los mapas nos hablan», solía decirme. Años después comprendí la veracidad de su afirmación, entendí que cada mapa en sí mismo es un idioma cuyas palabras son líneas rectas, curvas, longitudes, latitudes, colores, escalas… Aprendí, en definitiva, que cada uno de ellos alberga el arte de proyectar en el papel lo que a simple vista no se puede percibir.
Quizá de su afición por los mapas nació la mía propia, virada con el tiempo a un interés profundo, y aún hoy en día, muchos años después, permanezco largos ratos observando todos los que decoran las paredes de mi estudio. A veces los examino atentamente a modo de consulta, en ocasiones me distraigo contemplando la belleza de sus estampas y por momentos me paro ante ellos y reflexiono sobre los complejos factores geopolíticos que sacuden constantemente los cimientos de nuestra tranquilidad y estabilidad. Observo las fronteras de caprichosas geometrías, trazos irregulares nacidos de la mano del hombre que albergan, algunos de ellos, abismos sociopolíticos que no son sino el fiel reflejo de las vicisitudes en la historia del mundo.

Recuerdo aquella tarde de otoño cuando, sentados en uno de los bancos de piedra del mirador que se alza sobre el pueblo, junto a un estrecho y sinuoso camino de piedra construido para facilitar el tránsito de los visitantes, observábamos el soberbio paisaje que se extendía ante nosotros. Grandes bloques de piedra grisácea asomaban por entre la espesa vegetación de matorrales de todos los tamaños y formas, extensos bosques de pinos de densa y verde foresta se erigían a nuestros pies cubriendo el accidentado y peñascoso terreno que nos rodeaba y la brisa, suave como una caricia, jugueteaba entre las ramas de los árboles murmurando en el enigmático y reservado idioma de la naturaleza. Los pájaros revoloteaban fugaces entre el follaje, lanzando de cuando en cuando sus alegres y efímeras melodías. Al fondo, lejos en el majestuoso panorama que se abría hacia poniente, estaban las casas blancas y apiñadas, en aparente caos, arropadas por los centenarios campos de cultivo discretos y silenciosos, eternos en su sosiego, imperecederos en el tiempo. Y todavía más allá, a modo de barreras en el horizonte, se encumbraban inaccesibles y agrestes las sierras que, orgullosas y vigilantes, velan por estos parajes para preservar su indómita y fiera belleza, tan benévola para los propios como intransigente para los extraños.

—Allí termina el mundo—, dije señalando hacia las lejanas cumbres grisáceas con la ingenua inocencia de un niño cuyos ojos rebosan de enormidad, rompiendo aquel silencio en forma de susurros y rumores en el cual estábamos arrebujados. Él, sonriéndome, posó despacio su curtida mano en mi hombro. —No, hombre. No termina ahí. Tú, desde aquí, solo puedes ver hasta ahí, eso sí, pero la Tierra es mucho más grande, tanto que nosotros somos puntitos muy muy pequeños en comparación con ella. —Y si no estuviesen las montañas, ¿podríamos ver toda la Tierra entera desde aquí? —No, no podríamos porque la Tierra es redonda, pero sí podemos verla entera en los mapas. En ellos sí es posible observar toda su geografía. —¿Qué es geografía? — pregunté entonces. —La geografía es la ciencia que se ocupa de la descripción de la Tierra. La palabra viene de un idioma muy antiguo que ni tú ni yo comprendemos, el griego, y significa “escribir la Tierra”. —¿Escribir la Tierra? — interrogué con cierto asombro. Él, soltando una carcajada, me respondió: —Claro, escribir la Tierra. Pero se refiere a describirla en mapas, sobre el papel, para que podamos verla bien, como si fuésemos pájaros que volamos muy alto. —Pero entonces tiene que ser un papel muy grandísimo, porque la Tierra es muy grande y no cabe en un papel chiquitito—. De nuevo, riendo, me dijo: —No hombre, no. Para eso las personas que dibujan los mapas utilizan una cosa que se llama escala, que relaciona las dimensiones del dibujo en el papel con las dimensiones en la realidad. —Ahh— dije sin entender del todo el significado de todo aquello. —Cuando seas mayor lo entenderás perfectamente, serás un muchacho muy listo y estoy convencido de que sabrás utilizar las escalas muy bien—. Y no erró, ya que años después no solo las comprendí, sino que me vi abocado a utilizarlas con soltura tanto en el ámbito profesional como en mis aficiones.
—Te contaré una historia. Antes de que las personas, los árboles, las plantas, los animales y las montañas estuviesen aquí, antes de todo eso, solo había una cosa llamada caos, donde nada estaba definido y nada tenía forma alguna. Entonces, de ese caos apareció Gea, la Diosa Madre de la que surgió toda la vida que ahora podemos ver. Porque de ella nació Urano, el dios del cielo, y Ponto, el dios del mar. Y más tarde nació Cronos, el dios del tiempo. Entonces, del mar y del cielo, a lo largo del tiempo, aparecieron los peces y los animales terrestres y todas las plantas y árboles, y también aparecimos nosotros, los seres humanos. —¿Y dónde está ahora esa mujer? Pregunté con total naturalidad. —Pues esa mujer en realidad no existe. Es solo una historia nacida de la mente de los hombres antiguos. El origen de la Tierra es mucho más complejo y ha tenido lugar a lo largo de mucho tiempo, tanto que no podemos llegar a imaginarlo o a medirlo. Cuando seas mayor lo entenderás porque tus maestros y profesores te lo explicarán mucho mejor que yo—. Y sin ser consciente, en aquellos ratos de aquellos tiempos felices, durante esas charlas que para mí eran asombrosas e incluso incomprensibles, estaba germinando en mí la semilla de la reflexión, del constante cuestionamiento. Del cómo y el por qué, del pensamiento crítico. Y también de mi afición por la ciencia y las artes como máximas expresiones de la actividad y el ingenio humanos.
Durante el transcurso de los años la vida trajo cambios, tendió caminos y brindó alegrías y tristezas. Algunos sueños adquirieron forma de metas reales y se cumplieron, otros quedaron solo en eso, en sueños lejanos envueltos en una nebulosa y en la duda eterna del cómo habría sido. El tiempo, en fin, ejerció implacable su papel de eterno guardián de sucesos, riguroso e inflexible en su empuje y hacedor infinito del pasado, el presente y el futuro. Pero lo que no logró fue mermar, ni tan siquiera un ápice, nuestra honesta y sincera afición por la mutua compañía y por nuestras salidas al campo. Eso siempre permaneció inmutable, imperecedero. —El tiempo—, me dijo en una ocasión en la que disfrutábamos de una intrépida ruta por estos maravillosos parajes que nos rodean, —es como ese arroyo que ves ahí. Mete un dedo en él, toca el agua. Simplemente tócala— me dijo impasible, sus facciones exentas de cualquier signo de comicidad. Yo, sorprendido por no saber muy bien a qué se refería ni cuales eran sus intenciones exactas, y tras mirarlo durante unos instantes intentando averiguar su propósito, obedecí y me acerqué a la orilla de aquel pequeño curso de agua y sumergí mi dedo índice derecho. —Muy bien. Esa agua que acabas de tocar, en ese preciso instante que ya forma parte del pasado, ha fluido una y solo una vez por este lugar. Nunca jamás volverá a hacerlo. El tiempo es exactamente eso, algo que pasa una y solo una vez. Todo instante, ya sea aprovechado o desperdiciado, se convierte de forma inevitable en algo del pasado que no va a volver. Por eso, sácale el máximo partido al tiempo, a todos los que te rodean y a todo lo que tienes a tu alcance, intentando siempre ampliar tu radio de acción. Que tu paso por la vida merezca la pena. Recuerda esto siempre.

Aquellos ratos en su compañía, salpicados de anécdotas y valiosas lecciones que tanto me sirvieron en situaciones venideras, supusieron además para mí una gran escuela en la que aprendí a moverme por el campo empleando las técnicas de la orientación y sabiendo leer e interpretar la utilísima información contenida en los mapas topográficos. La escala, una operación matemática que relaciona el dibujo con la realidad y que tan provechosa resulta para medir y obtener distancias; la obtención de coordenadas y la localización de los lugares representados; la ubicación de construcciones, elementos y barreras sobre el propio terreno; el emplazamiento de vías de comunicación que tan prácticas pueden llegar a ser, sobre todo para alguien que de un modo u otro se ha extraviado; la hidrografía o presencia de arroyos, ríos, lagos o mares; el conocimiento de los nombres propios de un territorio que tanto valor adquiere de cara a una mejor ubicación… fueron todas características y aspectos que me enseñó con paciencia y tesón; más tarde, ya durante mi servicio militar, fue cuando realmente adquirí conciencia de su verdadero valor e incalculable utilidad. Y aún posteriormente, en el ejercicio de mi profesión, aquellos conocimientos nacidos de mi gran afición supusieron una enorme diferencia a la hora de abordar delicados aspectos en el análisis del terreno y en la óptima ubicación de infraestructuras, de sus impactos medioambientales y de los costes económicos.
Recuerdo que, en otra ocasión, y también durante una de nuestras excursiones, nos hallábamos remontando una ladera y, tras un buen rato de agotadora e intensa subida por entre quejigos, encinas y algún que otro robusto pino y abriéndonos paso como buenamente podíamos a través de la espesura de frondosos y saludables arbustos, llegamos a la cima de aquel cerro y nos topamos con un cilindro de hormigón sobre una base cuadrada también de hormigón con una placa en la que podía leerse: “Instituto Geográfico Nacional – Vértice geodésico – La destrucción de esta señal está penada por la Ley”. Al leer aquel informativo -e intimidante– mensaje supe de inmediato que aquello debía ser algo cuando menos importante, útil y valioso. —¿Qué es esta señal? — pregunté intrigado. —Ahí mismo lo dice— me respondió señalando la placa. —Es un vértice geodésico y sirve para indicar una posición geográfica exacta y con ello elaborar mapas topográficos a escala. Este en concreto, será porque es un paraje poco frecuentado, está bien conservado y no tiene garabatos ni banderas u otros colores pintados sobre él. Está como debería estar, limpio y con el aspecto natural del hormigón. Sigamos andando y nos ponemos a resguardo para descansar, comer y refrescarnos algo; este no es un buen sitio porque al estar en alto el viento sopla con fuerza y no hay con qué protegerse—. Y así, dejamos atrás aquella pequeñísima construcción, el primer vértice geodésico que vi y que suscitó en mí una gran curiosidad. Movido por el interés acerca de aquellos solitarios y -en su mayoría- remotamente ubicados pivotes, me dispuse a buscar información y a conocer más acerca de ellos, y de ese modo aprendí que no se trata de simples mazacotes plantados en un lugar, sino que son puntos cuyas coordenadas han sido calculadas con gran exactitud por ingenieros geógrafos, que forman parte de una red triangular junto con otros vértices y que todos ellos sirven a la configuración de la cartografía y la topografía de un territorio. Averigüé además que las dimensiones están normalizadas y que todos y cada uno de ellos deben ser visibles desde varios otros para permitir las mediciones necesarias, que en la mayoría de los casos se ubican en zonas altas, despejadas y con buena visibilidad pero que también pueden ser vistos en el tajado de un edificio o a apenas unos pocos metros sobre el nivel del mar. Y por último, supe que en España la red de vértices geodésicos se divide en la Red de primer orden, la Red de segundo orden y la Red de tercer orden, dependiendo de la longitud de los lados del triángulo que dibujan.

No obstante, no todo fueron momentos de acción y movimiento, de lanzarnos a la naturaleza en exigentes y atrevidas rutas en las cuales poníamos en práctica las habilidades necesarias para una adecuada desenvoltura en estos terrenos de escarpada y áspera belleza. No. También hubo momentos de sosiego, de calma, de estar sentados el uno junto al otro sin decir nada, disfrutando del silencio y de la recíproca presencia. Solíamos aprovechar, siempre que se podía, la ocasión de observar las estrellas cuando el cielo nocturno estaba claro y diáfano, sin más luminosidad que la del pueblo ya distante y silencioso que dormía al amparo de las sierras que lo circundaban, en espera de un nuevo día anunciado por el madrugador canto de los gallos. Durante aquellos ratos en los que el tiempo corría mudo, observaba las estrellas lleno de curiosidad e intentando entender qué eran esos puntos luminosos titilantes de diferentes colores, descifrando en cierto modo los jeroglíficos celestes y reconociendo las constelaciones. Mi humilde biblioteca contaba -y todavía hoy lo hace- con algunos libros sobre astronomía, un planisferio celeste y algún atlas del Observatorio Astronómico Nacional. «Vosotras albergáis los secretos del universo» reflexionaba en silencio. «Quién sabe qué sorpresas tenéis reservadas para la modesta y sumisa mente humana. ¿Estaríamos preparados para desentrañar los misterios del cosmos? ¿Podría nuestra inteligencia ser capaz de asimilar todos vuestros misterios y enigmas una vez resueltos? Que pequeños somos en comparación con el descomunal tamaño del universo. ¿Cuántos sistemas solares más como el nuestro habrá ahí fuera? ¿Y cuántos Planetas Tierra? Me gustaría saber cómo serían los moradores de esos planetas habitables, si más o menos inteligentes, más o menos avanzados y desarrollados. Si igual de destructivos que nosotros o por el contrario más perspicaces y agudos, con la capacidad de construir un mundo mejor y alargar su vida y no de destruirlo conduciéndose ellos mismos a la auto aniquilación, como hacemos nosotros mismos…».
—Fíjate que todo en la vida tiene su lado positivo y su lado negativo— observó repentinamente haciendo que se desvanecieran de forma inmediata las reflexiones en las que me hallaba inmerso. —Tanto que se ha hablado de la oscuridad asociada a la falta conocimiento, como algo que implica una merma en las facultades intelectuales o espirituales, que alberga las sombras y la maldad, que tiene garras para devorar al amor, que incluso la Biblia dedica un versículo a su gran antagonista en Génesis… —Dios dijo: «Haya luz», y hubo luz. Génesis capítulo 1 versículo 3. Lo recuerdo— le interrumpí yo. —Pues a mí me gusta la oscuridad, su lado positivo mejor dicho, por que sin ella no podríamos observar las estrellas como estamos haciendo en este preciso momento. Mira, allí está Tauro— me dijo señalando hacia el firmamento. —Tú eres Tauro. Esa es tu constelación. —Sí, aquella es— le respondí en voz baja con la mirada puesta en los astros. —Te voy a contar su historia— continuó él. —Según la mitología griega, la princesa fenicia Europa deseaba escapar de la férrea protección y vigilancia de su padre, el rey Agénor. Un día, estando ella en la playa contemplando el horizonte, fue vista por Zeus, quien adivinó los deseos de la princesa de escapar y de ser libre. Así, Zeus se transformó en un toro blanco y se acercó a ella para que montara en su lomo y poder de este modo fugarse, y cuando lo hizo, se lanzó a las aguas y nadó a través de los mares hasta Creta, en cuyas costas volvió a su apariencia original y le declaró su amor. La princesa, impresionada y enternecida por su gesto, lo aceptó como amante y las estrellas, celebrando tan feliz acontecimiento, dibujaron en el cielo la figura de un toro para que los mortales lo recordaran por siempre. —¡Vaya! Buena historia, había oído otras versiones, pero sin duda esta es la que más me gusta. Te voy a contar yo una que me ha venido a la mente, sobre la Vía Láctea— dije señalando una pequeña y apenas visible franja blanquecina flanqueada por brillantes luceros. —Antes incluso de que los santos autores redactaran las Sagradas Escrituras existieron, en algún lugar de oriente, una bellísima princesa y un valiente guerrero que, habiéndose enamorado perdidamente el uno del otro y no existiendo en modo alguno la posibilidad de unirse dado el abismo estamental que los separaba, decidieron fugarse juntos para siempre, tras lo cual nunca nadie llegó a saber nada de ellos, y desde entonces se dijo que se convirtieron en estrellas lejanas que habitaban en el firmamento y que, una vez allí, construyeron un puente luminoso que les permitiera estar unidos por siempre en la eternidad de los tiempos sin que fuerza humana posible lograra separarlos jamás. —¡Bravo! — me dijo sonriente mientras aplaudía despacio y sin levantar alboroto alguno. —Me ha gustado, y siendo sincero, no había oído nunca de esta leyenda. Deberías escribirla, quién sabe si algún día terminas publicando un libro de cuentos y fábulas…—. Ambos reímos, y sin más, se hizo de nuevo el silencio y nos pusimos a observar otra vez las estrellas, sumido cada uno en nuestros propios pensamientos, en nuestro propio mundo interior plagado de tribulaciones y alegrías.

Hoy, varios años después y cuando ya solo puedo disfrutar de su presencia en mis recuerdos, observando curiosamente los mapas por uno u otro motivo, en no pocas ocasiones puedo oír su voz a través de los colores y las formas, de las líneas desiguales y de su elaborada y cuidada factura, evocando la pasión que ponía en hacerme ver la enorme utilidad de saber emplear un mapa correctamente, de saber leerlo y percibir lo que nos dice a través de sus muchos elementos. En la reposada y serena soledad del campo, en el silencio quebrado solamente por el ligero murmullo de la brisa que juguetea entre las ramas de los árboles y por el fino gorjeo de los pájaros confiados e indiferentes, puedo oír su voz alentándome a reconocer y estimar el inmenso valor de la naturaleza y su grandeza y benignidad para con el ser humano. Y lo veo en las noches claras y estrelladas, cabalgando entre las coloridas nebulosas a lomos de Pegaso, brillando entre los astros rutilantes y temblorosos, donde estoy seguro de que se encuentra en compañía de los ángeles celestiales, fieles compañeros suyos en su perpetuo periplo a través de los tiempos infinitos.
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Buenas noches Jesús!
Tanto tiempo, no? En realidad aún no he regresado a mi país y he estado viajando y disfrutando de las montañas y mares, de parques y playas, de ciudades con sus bellas historias y costumbres. En fin de nuestra madre naturaleza que nunca deja de sorprendernos y maravillarnos como el hermoso relato que acabo de leer.
Solo decirte que en cada palabra escrita brota el amor y la pasión que demuestras al describir la relación que has construido gracias a la contemplación y el estudio de la naturaleza y el conocimiento que has desarrollado a partir de la reflexión científica y crítica de la cual somos testigos.
Un placer leerte.
!Que tengas una bonita noche Jesús!
Saludos desde tu bella España, desde Valencia.
Karen
Hola Karen, ¡buenas noches!
Me alegra saber que estás en este maravilloso país, aunque aquejado de muchas y diversas dolencias por culpa de dirigentes y otros grupos de diversa ralea y calaña. Me das envidia (sana) al saber que estás conociendo tantos lugares magníficos que la Madre Naturaleza tiene a bien brindarnos.
Diviértete mucho y sigue disfrutando mientras puedas de esta tierra llena de encantos. Cuídate y que tengas un excelente viaje de retorno a tu país. Y por favor, siéntete libre de pasarte por el blog siempre que lo desees y de dejar tus acertados y profundos comentarios porque para mí es un gusto leerte. Hasta pronto, nos seguimos 🙏🏻🙋🏼♂️🤗