Doctus
Por Jesús García Jiménez

“Nada es más placentero que explorar una biblioteca”, dijo una vez Walter Savage Landor. Y ciertamente no erraba en sus palabras. El deleite que se experimenta vagando por entre los pasillos, deteniéndose de cuando en cuando frente a los estantes, tomando un volumen entre las manos; abrirlo, percibir el tacto, el olor, recorrer sus páginas, fijar la atención en alguna parte concreta del texto y repetir todo el proceso una y otra vez hasta que las obligaciones del mundo exterior reclaman la atención y se ha de poner fin, no sin cierto disgusto, a siempre tan placentera visita.
Lanzo una mirada rápida a mi reloj y me congratulo de tener tiempo suficiente por delante para perderme entre los miles de ejemplares que posan pacientes en las estanterías, esperando a ser abiertos y leídos, o por lo menos ojeados con cierto detalle. Mis preferencias me llevan a la sección de Ciencias, en la que además de los innumerables tomos dedicados a la compilación de los conocimientos teóricos de los que dispone la humanidad, hay varios textos que recogen las biografías de algunos de los científicos y filósofos más ilustres y destacados de todos los tiempos en sus respectivos campos.
Repasando las vidas, o al menos los detalles existenciales que han llegado a nuestros días acerca de aquellas mentes prodigiosas, visionarias y muy adelantadas a su tiempo, es fácil darse cuenta de que la ciencia y la filosofía siempre han ido cogidas de la mano, que prácticamente la una no tiene sentido sin la otra y que ambas establecen una suerte de matrimonio indisoluble que ha trazado el camino del conocimiento y de los grandes descubrimientos y adelantos que han hecho posible lo impensable tan solo unas décadas atrás. Al igual que es sencillo comprender que la historia de estos célebres personajes está plagada de hazañas que los encumbraron al Olimpo de los doctos y eruditos, pero también, y en no pocos casos, salpicada de hechos y sucesos que convirtieron su presencia y realidad en un camino ya no de rosas, sino de frondosos y retorcidos rosales repletos de afiladas espinas.
Paseando mi vista por el estante me detengo frente a un viejo volumen en cuyo lomo se inscribe, con grandes letras mayúsculas y doradas, un nombre muy conocido o al menos familiar para -casi- todos, por haber sido el descubridor de una de las más hermosas ecuaciones de la historia de las matemáticas y, según algunos, una de las integrantes del selecto club de las que cambiaron el mundo. No en vano, es fácil percibir el encanto frío y austero que la hace irresistiblemente atractiva. Recorriendo las deslucidas y amarillentas páginas no tardo en descubrir la famosa fórmula del Teorema de Pitágoras, a2 = b2 + c2. Pero éstas no sólo recogen este maravilloso descubrimiento de la Sagrada Geometría, sino que también exponen que poco o nada se sabe a ciencia cierta de su autor y que, desgraciadamente, ninguno de sus escritos ha sobrevivido hasta nuestros días. Pitágoras vivió en una sociedad religiosa y científica a partes iguales, la cual seguía un estricto código de secretismo que sin duda ha teñido de gran misterio la figura de este matemático de la Antigüedad. De mis nociones acerca de esta grandiosa figura no me es ajeno que además de matemático fue filósofo, aunque me sorprende que el libro que tengo entre mis manos señale que, ante todo, Pitágoras fue un filósofo que sostuvo, entre otras ideas, que la realidad es matemática en la naturaleza y que la filosofía puede ser usada para la purificación espiritual. «Sin duda, una eminencia, una mente privilegiada muy adelantada a su tiempo», pienso mientras emplazo nuevamente el volumen en su lugar.
En un estante próximo puedo ver colocados, en perfecto orden, los trece tomos de uno de los libros de texto más divulgados en la historia y el segundo en número de ediciones publicadas después de la Biblia; durante siglos manual por excelencia de la materia en las universidades, del cual se exigía su conocimiento, y aún hoy en día, tras más de dos mil años, utilizado por algunos educadores como introducción básica a la geometría. Los Elementos, del que Bertrand Russell dijo “Fue uno de los grandes eventos de mi vida, tan deslumbrante como el primer amor”, contiene las definiciones y axiomas que constituyen los cimientos de esta ciencia. «El todo es mayor que las partes, o las cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, o si a cosas iguales se añaden cosas iguales, los totales también son iguales. Estos son solo algunos de los razonamientos que contiene el texto, muy fáciles de ver una vez que se han leído y comprendido, pero esto tuvo que intuirlo y plasmarlo una mente maestra», pienso mientras leo superficialmente algunos de los volúmenes. Y esa mente maestra fue la de Euclides, un matemático y geómetra griego que, como suele ocurrir con las grandes figuras de la Antigüedad, está envuelto en un oscuro halo de misterio ya que poco o nada se conoce de él, no existen cartas, ni autobiografías, ni documentos oficiales, ni siquiera existen menciones o referencias por parte de sus contemporáneos. «¿Existió realmente Euclides o no es más que una mera ficción forjada a lo largo de los siglos?», razono mientras reanudo mi paseo por entre las repletas estanterías.
A escasa distancia puedo leer un nombre en el lomo de un libro que hace detener de nuevo mis pasos. «La ciencia y la filosofía, como todo lo demás, nunca fue algo exclusivamente del género masculino; he aquí este maravilloso ejemplo», razono tras sacar el ejemplar de su fila y leer en alguna de sus páginas una referencia de Sócrates Escolástico que dice “Había una mujer en Alejandría que se llamaba Hypatia, hija del filósofo Teón, que logró tales alcances en literatura y ciencia, que sobrepasó en mucho a todos los filósofos de su propio tiempo”. De Hypatia se sabe que fue la primera mujer matemática conocida de la historia, que nació y murió en Alejandría y que fue una maestra de prestigio en la escuela neoplatónica, realizando importantes contribuciones a la ciencia en los campos de las matemáticas y la astronomía. Sin embargo, muchos aspectos de la vida de Hypatia son un misterio y la principal fuente de información de que se dispone son los escritos de sus discípulos, habiéndose generado con el tiempo una leyenda sobre su persona que ha sido alimentada con las más diversas licencias poéticas. Lo que sí está claro es que el destino le tenía deparado un final muy triste, ya que fue víctima de un cruel asesinato por parte de una turba de cristianos enfurecidos que se sentían amenazados por la erudición, el aprendizaje y la profundidad de sus conocimientos científicos, escenificando este funesto hecho el paso del razonamiento clásico al oscurantismo medieval que durante siglos tuvo que padecer la humanidad.
Reflexionando acerca de ese trágico episodio, recuerdo aquello que una vez dijo un sabio: “Todas las religiones son obras humanas”. Evocándola, mi pensamiento se traslada a la exótica Andalucía musulmana del siglo XII, Al-Ándalus, porque fue allí, más concretamente en la ciudad de Córdoba, donde nació el filósofo, médico, matemático y astrónomo Averroes, uno de los pensadores más influyentes del mundo islámico. No cabe duda de que fue un hombre revolucionario para su tiempo y su idea de que la razón prima sobre la religión le llegó a costar incluso el exilio.
Me siento en uno de los confortables sofás que hay alrededor de una mesa redonda de baja altura, en una enorme sala dispuesta como lugar para el descanso y la lectura. Frente a mí se erige una vasta estantería dedicada a las matemáticas. Paseando la mirada a través de sus volúmenes no puedo evitar recordar al que es considerado el padre de la geometría analítica y la filosofía moderna, el genial René Descartes. Su “Pienso, luego existo” se convirtió en el elemento fundamental del racionalismo occidental. «Mi pensamiento, y por lo tanto mi propia existencia, es indudable, algo absolutamente cierto y a partir de lo cual puedo establecer nuevas certezas. El acto de pensar es una consecuencia directa del hecho de existir, aunque por supuesto no están unidos de forma irremediable. Cuanta gente hay por ahí que existe, pero no piensa…» me digo a mí mismo añadiendo una nota de humor a tan trascendental asunto.
A mi derecha se encuentra un pequeño mueble con varios objetos colocados sobre él a modo de adornos. Entre ellos distingo un curioso aparato, o juguete, que rápidamente reconozco como un modelo platónico del Sistema Solar y me trae a la mente al hombre que lo ideo, el astrónomo y matemático Johannes Kepler. Llegó a alcanzar como pocos el éxito y reconocimiento personales, ya que fue él quien descubrió las leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol, fue nombrado profesor de matemáticas y matemático imperial de Rodolfo II del Sacro Imperio Romano Germánico; pero también conoció el lado más severo, cruel y miserable de la vida, ya que tuvo que ser testigo del fallecimiento de varios hijos, del encarcelamiento y juicio de su madre acusada de brujería, sufrió no pocas dificultades económicas, vio como sus ideas chocaban directamente con las de la Iglesia Católica y como su obra era incluida en la lista de obras moralmente prohibidas del Index librorum prohibitorum, entre otros infortunios. «Una vida de luces y sombras», pienso mientras observo el pequeño modelo astronómico que descansa sobre el mueble.
Muchos otros científicos gozaron en vida de un amplio reconocimiento y popularidad. Casos conocidos como los de Newton o Einstein y, más recientemente, el de Stephen Hawking. Luchador y triunfador nato, sus discapacidades físicas y las progresivas limitaciones impuestas por la enfermedad degenerativa que padeció no le impidieron ser un más que notable físico teórico y uno de los divulgadores científicos contemporáneos más conocidos entre el gran público, llegando incluso a aparecer una película acerca de su vida, titulada La teoría del todo. Hombre en cierto modo revolucionario, sus trabajos e investigaciones se centraron en el estudio del origen del universo y los agujeros negros y afirmaba que “si llegamos a descubrir una teoría completa, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos la mente de Dios”. «Recuerdo que en uno de sus libros afirmaba que “en el universo primitivo está la respuesta a la pregunta fundamental sobre el origen de todo lo que vemos hoy, incluida la vida”. ¿Cómo llegar a conocer algo acerca de aquel universo primitivo? Muchos son los misterios y enigmas que empañan la ciencia moderna y que, de ser comprendidos, ciertamente sería el triunfo de la mente humana y de la propia existencia. ¿Cómo sería el mundo entonces?».
Abandonando la placentera sala me dispongo a salir del edificio, no sin cierta pesadumbre, para afrontar nuevamente las vicisitudes de la vida cotidiana. Mientras voy caminando hacia la puerta, paso junto a una pequeña mesa sobre la que descansan algunos libros, entre ellos uno que recoge la biografía de Antonio de Nebrija. No puedo evitar detenerme y tomar el ejemplar para ojearlo con cierto detenimiento. «También gozó de enorme prestigio en su tiempo, y aún hoy atesora un extraordinario crédito y reconocimiento», pienso mientras leo algunos de sus datos autobiográficos. «Además, fue un hombre que supo saborear la vida, la cual disfrutó con comodidad, se dedicó a su pasión, que fue el estudio y el conocimiento, y murió a la edad de setenta y ocho años, ya anciano. También se casó, y tuvo nueve hijos. Tuvo una vida plena y muy placentera, considerando que vivió entre los siglos XV y XVI». Su obra más afamada es la Gramática castellana, la primera que se dedica al estudio de la lengua castellana y sus reglas y en la cual recoge su autor que “assí tenemos de escreuir como pronunciamos i pronunciar como escreuimos”. Al leer un poco acerca de este insigne personaje, no dejo de sorprenderme, pues además de un destacado y reconocido humanista, fue también historiador, pedagogo, gramático, traductor, exégeta, docente, catedrático, filólogo, lingüista, lexicógrafo, impresor, editor, cronista real, escritor y poeta. «Menudo currículum…» pienso para mis adentros con cierta envidia sana, porque a mí también me hubiese gustado dedicarme profesionalmente al estudio y a la compilación del conocimiento, como pudo hacer él. «Quién sabe, quizás algún día…».
Ya fuera, caminando por las calles peatonales de esta bulliciosa ciudad, voy inmerso en mis reflexiones acerca de todos esos hombres y mujeres que, por tener una mente excepcional, por ser visionarios y estar siempre adelantados a su tiempo, se ganaron un lugar privilegiado entre aquellos que con sus ideas y descubrimientos cambiaron el rumbo de la humanidad y nos facilitaron un poco más la comprensión del universo que nos envuelve y del que tan solo somos una parte ínfima, insignificante. La lista se hace interminable, pues a los ya referidos habría que añadir figuras tan sumamente ilustres como la de Arquímedes, Copérnico, Galileo, Pascal, Newton, Leibniz, Darwin, Marie Curie o Einstein, entre muchos otros. Nombrarlos a todos y hablar acerca de sus logros y hallazgos sería una tarea titánica que supondría la creación de una enciclopedia compuesta de numerosos y colosales volúmenes. Y esto sería, tan solo, una mínima parte del conocimiento al que el ser humano aspira, porque la inmensa mayoría de la sabiduría, la cultura y la erudición aún se nos escapa o, mejor dicho, se oculta tras los oscuros y espesos velos de las limitaciones de nuestra mente todavía reservada y enigmática.
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Buenas noches jesús:
Muy intersante tu relato sobre los científicos, grandes pensadores y eruditos que iluminaron y enriquecieron el rumbo de la humanidad como bien decis en este texto.
La construcción de conocimiento y el acceso al mismo han cambiado notablemente tras tantos siglos dedicados a encontrar respuestas a preguntas o enigmas que no siempre pudieron ser resueltos. Creo que mucha agua ha corrido bajo los puentes, muchos siglos han transcurrido a lo largo de la historia de la humanidad pero acuerdo totalmente contigo que, muy a nuestro pesar, sigue habiendo mucha gente que sin pensar sigue existiendo y haciendo de las suyas jaja
Que tengas un muy buen jueves Jesús,
Abrazo,
Karen
Hola Karen,
Muchas gracias por pasarte por el blog y aportar tu comentario, que como siempre, contribuye a enriquecer el texto original. Me ha encantado la expresión «mucha agua ha corrido bajo los puentes», de hecho creo que la copiaré para mí 😜. Que tengas un fantástico domingo y que sepas que siempre eres más que bienvenida por mi blog.
Un abrazo y cuídate mucho. Mantenemos el contacto 🙏🏻🙋🏼♂️🤗
Te presto la frase como un gesto de amistad y cariño hispano argentino 😉😉
Muy buen domingo Jesús!!! 🌹
Hola Jesús,
A lo largo de la historia muchos hombres y mujeres han luchado por mejorar el mundo y la sociedad en la que vivían. Mentes como tú bien dices adelantadas a su época que han resuelto problemas haciéndonos más fácil la vida. El trabajo y el esfuerzo de estos genios ha sido fundamental para concebir la vida tal y como la conocemos hoy día.
Hay muchas mentes ilustres que son conocidas, pero hay muchas que no lo son y que han aportado mucho a la sociedad que tenemos hoy día. La lista es interminable y deberíamos homenajear y dar gracias a tantos por tanto.
P.D. “Estoy segura de que si hubieras nacido en la época de Aristóteles, habrías sido un gran Matemático, Filósofo, Historiador, Escritor y Poeta”. De todas formas no desistas en tus metas.
Un artículo muy reflexivo me ha gustado mucho un saludo y nos vamos siguiendo 🙋🏻♀️🤗👌
Hola María,
Muchas gracias por tu fantástico comentario, acertado y reflexivo como siempre. Mentes adelantadas a su tiempo que han sido debidamente reconocidas y otras tantas que pudiendo haber hecho grandes cosas por la humanidad, no han tenido la oportunidad de brillar y han quedado en el anonimato por siempre. ¿Quién sabe cuáles podrían ser los derroteros si todos y cada uno de nosotros pudiésemos dar rienda suelta a nuestros dones y destacar según ellos?
Agradezco tus amables palabras acerca de mi «otra posible vida» si hubiese nacido en la Antigüedad, aunque por supuesto no desistiré en mis metas y la cultura siempre será una parte de mi ser. Quien sabe, quizás algún día… Un abrazo María, cuídate mucho y nos vamos siguiendo 🙏🏻🙋🏼♂️🤗