Microrrelato

50 reglas

Por Jesús García Jiménez

Era una tarde otoñal, melancólica. Una tarde que invitaba a cobijarse en la seguridad y la comodidad del hogar, ese espacio sagrado tan nuestro en el que creemos estar a salvo de toda la locura del mundo exterior. Los días se acortaban y el frío arreciaba, y las hojas mustias que formaban el tapiz amarillento que cubría las calles se estremecían ante las suaves embestidas de un viento travieso cuya compañía, a decir verdad, no era ni mucho menos grata. Pero nosotros no estábamos en casa, no estábamos desparramados en el sofá con un libro cada uno, interrumpiéndonos las lecturas de vez en cuando como acostumbrábamos a hacer cuando coincidíamos en nuestros pocos e inusuales momentos ociosos. Aquella tarde, envuelta en su particular halo de tristeza y nostalgia, estábamos en un café literario de atmósfera bohemia y tenue iluminación, sentados en grandes y confortables sillones de espaldas a una enorme estantería repleta de libros, colocados de todas las formas posibles para tener cabida dentro de aquel vetusto mueble. El líquido humeante que contenían las tazas se iba vaciando lentamente mientras estábamos enfrascados en una animada conversación en la que se mezclaba geopolítica con literatura y filosofía, algo que solo nosotros podíamos entender, el típico coloquio ameno en el que se pasaba de un tema a otro sin motivo aparente, sin más lógica que la que ambos queríamos darle, pero que para nosotros tenía todo el sentido y éramos incluso capaces de volver a cualquier punto de aquella charla sin haber perdido su traza lo más mínimo. —Voy a ir al servicio un momento— dijo, con su agradable acento y sus formas graciosas. —Vuelvo en un segundo y retomamos la conversación en… bueno, donde sea, qué más da— y ambos soltamos una carcajada, siendo perfectamente conscientes de que donde ésta hubiese quedado no era para nada determinante a la hora de continuarla o comenzar una desde cero. La observaba mientras caminaba hacia los cuartos de baño entre mesas y estanterías de libros, y cuando desapareció de mi vista saqué mi teléfono del bolsillo con la intención de dar un repaso rápido a las últimas novedades en redes sociales, apareciendo en la pantalla un curioso post que me llamó la atención. «Ya tenemos tema para la siguiente conversación…», pensé mientras se dibujaba una leve sonrisa en mi cara.

—Algunas veces, las menos, circulan por la red cosas interesantes y que dan hasta para reflexionar— le dije mientras se sentaba en su sillón y terminaba de coger la postura nuevamente mediante movimientos suaves. —Y mira por donde, justo ahora me acabo de topar con una de esas rarezas: 50 reglas de oro para la vida, lleva por título la publicación, y la verdad es que la gran mayoría de ellas son muy acertadas, pero he de decir que otras no las he entendido muy bien o no les veo demasiado sentido— le decía mientras le mostraba la pantalla del teléfono, una vez acomodados ambos y listos para un nuevo coloquio. Ella miraba atenta y leía para sí misma, moviendo los labios de una forma casi imperceptible. —Bueno, la regla número uno es obvia— dije rompiendo el silencio. —«Nunca saludes de mano a alguien sin ponerte de pie». Esa es una norma básica de la cortesía y la educación. Siempre puede haber alguna excepción, pero por lo general es algo… que podría considerarse inadmisible. —Sí, esa es obvia— dijo ella, y continuó: —Regla número dos: «En una negociación, nunca hagas la primera oferta». —Antes es mejor oír la propuesta del otro, analizarla y sacar conclusiones. — contesté. —Aunque puede ser una buena estrategia lanzar una oferta muy a la baja, o muy agresiva, y tantear al oponente. Quién sabe, dependiendo de las circunstancias quizá sea una jugada maestra… Regla número tres: «Si te confían un secreto, guárdalo». Bueno, esta es demasiado evidente. Si no lo guardas deja de ser un secreto y tu credibilidad desaparece. Regla número cuatro: «Si te prestan un auto, regrésalo con el tanque lleno». Eso que se lo digan a los talleres mecánicos— y ambos comenzamos a reír. Y prosiguió ella: —Regla número cinco: «Haz las cosas con pasión o no las hagas». Sí, bueno, debería de ser así, pero cuánto desapasionado hay por ahí…— y comenzamos a reír nuevamente, en el fondo conscientes de que aquellos que destacan en algo son precisamente los que ponen toda la pasión en lo que hacen, independientemente de cual sea la naturaleza de la actividad u ocupación.

—Regla número seis: «Cuando saludes de mano hazlo firme y mirando a los ojos de esa persona». No me gusta la gente que te habla sin mirarte a los ojos, me da desconfianza, y denota una tremenda falta de autoestima. —Es lo mismo, al menos para mí, que estrechar la mano sin fuerza, dar una mano lánguida— añadí yo. —Significa exactamente lo mismo y además es una falta de respeto hacia la otra persona. Regla número siete: «Vive la experiencia de hacer un viaje solo». Yo lo he hecho, bueno, ambos lo hemos hecho, y sabemos que es una experiencia muy gratificante. Entre muchas otras cosas, te proporciona independencia para disfrutar del viaje a tu manera y la oportunidad, inigualable, de conectar contigo mismo y de conocerte más y mejor. Es algo que todo el mundo debería hacer al menos una vez en la vida. —Estoy de acuerdo— dijo ella. —Y además, cuando se ha hecho una vez, es raro no volver a repetir la experiencia. Regla número ocho: «Nunca rechaces un caramelo de menta, las razones son obvias—. Dicho esto, ambos nos echamos a reír con expresiones muy significativas. —Regla número nueve: «Acepta consejos si quieres llegar a viejo». —Así debería ser, deberíamos saber aceptar consejos, pero lo cierto es que rara vez se hace, más bien nos empeñamos en no oírlos. Será porque es ley de vida el aprender a base de experiencias personales, aunque acarreen más dolor y sufrimiento que el hecho de oír los consejos y anticiparnos a la situación. —Definitivamente es ley de vida— añadió ella mientras asentía levemente con la cabeza. —Regla número diez: «Acércate a comer con la persona nueva en la escuela o en la oficina». ¿Qué opinas de esta? — me preguntó. —Francamente, no creo que lo hiciera— respondí yo, —porque no tengo la confianza con una persona a la que desconozco completamente para sentarme a comer junto a ella sin más. Quien sabe si esa persona no quiere compañía y prefiere estar sola… podría ser. Dicho esto, tampoco le negaría ayuda o consejos si me los pidiese. Todos hemos sido nuevos en algún lugar alguna vez en nuestra vida, y todos sabemos lo difícil que es ser el nuevo. —Mmm… creo que estoy de acuerdo contigo. —¿Crees? Ja, ja, ja. —No sé qué es lo que haría. Probablemente tampoco me acercaría repentinamente… no lo sé— y dicho esto comenzó a reír.

Tras un corto sorbo a su café, prosiguió: —Regla número once: «Cuando le escribas a alguien estando enojado, termina el mensaje, léelo, bórralo y escríbelo de nuevo». —Pues sí, porque las palabras se las lleva el viento, pero los mensajes quedan registrados para siempre y no pueden ignorarse. —Esto equivale a contar hasta diez antes de decir algo comprometedor, pero aplicado a las nuevas tecnologías— apuntó ella. —Así lo creo yo también— dije yo, para acto seguido coger mi taza y darle un largo sorbo. —¿Y qué me dices de esta? Regla número doce: «En la mesa no hables de trabajo, política o religión». —Pues que mejor no hacerlo— respondió ella. —Hablar del primero es traerse el trabajo a la casa, no desconectar y no tener vida personal. Hacerlo acerca del segundo solo trae disputas, y del tercero podría decirse lo mismo. —Muy bien— dije yo. —Lo malo es que ya no se habla ni de esos temas ni de prácticamente ninguno, porque las relaciones humanas se han vuelto tan líquidas que ya nadie presta atención a nadie. Incluso estando rodeado de gente puede llegar a sentirse una tremenda soledad. Maldita sociedad esta. En fin… Regla número trece: «Escribe tus metas, trabaja en ellas». —Claro, una persona sin metas es un alma muerta, sin ilusiones, sin porvenir— dijo ella. —No sé si llegar a escribirlas, pero tenerlas y trabajar en ellas, eso seguro. Son las que nos guían por la vida, y en muchos casos las que nos animan a seguir adelante. —Muy bien razonado, pienso igual— dije yo. —Regla número catorce: «Defiende tu punto de vista, pero sé tolerante y respetuoso ante el ajeno». Esto es obvio, es el principio de cualquier tipo de relación, de la naturaleza que sea. —Así es. Y mira que hora es y vamos apenas por la regla catorce— dijo ella sonriendo mientras señalaba su reloj de pulsera. —Vayamos a los importantes. A ver… Regla número quince: «Llama y visita a tus familiares». —Esta es fundamental, a la familia hay que cuidarla porque solo hay una. Como dijo André Maurois, «Sin una familia, el hombre, solo en el mundo, tiembla de frío». —Muy cierto— respondió ella.

—Regla número dieciséis: «Nunca te arrepientas de nada, aprende de todo». Regla número diecisiete: «El honor y la lealtad deben estar presentes en tu personalidad». —Si esto fuese verdad— respondí yo, —la política no sería lo que es y el mundo sería un lugar muy distinto. —Cierto— dijo ella. —Regla número dieciocho: «No le prestes dinero a quien sabes que no te lo pagará». Regla número diecinueve: «Cree en algo». Muy cierto, cree aunque sea en ti mismo. La sociedad y el sistema hace tiempo que dejaron de ser merecedores de que creamos en ellos. Regla número veinte: «Haz la cama al levantarte por las mañanas»—. Los dos comenzamos a reír. —¡Lo hacemos! —  dijimos a la vez. ­—Regla número veintiuno: «Canta en la ducha». Regla número veintidós: «Cuida una planta o un jardín». —Doy fe de que es una de las grandes reglas de oro en la vida— dije yo. —Está demostrado que es un gran remedio anti-estrés, mejora la concentración, la autoestima y fomenta las ganas de aprender. —Mmm interesante— respondió ella. —Regla número veintitrés: «Observa el cielo cada vez que puedas—. Nos dirigimos una mirada cómplice y yo, acariciando su mano, añadí: —Si es estrellado, mucho mejor—. Me sostuvo la mirada unos segundos, con una sonrisa muy expresiva, y prosiguió: —Regla número veinticuatro: «Descubre tus habilidades y explótalas». Aunque no es tan sencillo descubrir qué habilidades son esas. Regla número veinticinco: «Ama tu trabajo o déjalo». —Totalmente de acuerdo— interrumpí. —Si haces un trabajo que no te gusta te hará sentir infeliz, frustrado e incluso fracasado. Y eso termina afectando a la vida laboral y personal de manera irremediable. Es mejor dejarlo. Doy fe de ello.

—Regla número veintiséis: «Pide ayuda cuando la necesites». No todo el mundo es capaz de hacerlo, de tragarse su orgullo y reconocer que tiene un problema que es incapaz de solucionar por sí mismo. Regla número veintisiete: «Enséñale un valor a alguien, preferentemente a un niño». —Ya no se enseñan valores— dije yo, —solo hay que ver a las nuevas generaciones, cada una de ellas peor que la anterior. Y se supone que son ellos el futuro del mundo. Eso nos da derecho a pensar que la humanidad es como un enorme y pesado tren que va a toda velocidad y sin control alguno hasta que en algún punto descarrila y se produce el desastre. Un símil un poco burdo, pero creo que muy ilustrativo. Mi generación fue una de las últimas a las que todavía se le inculcaron valores. Mi padre me enseñó a ser trabajador, responsable y cumplidor, a tener palabra. Pero, sobre todo, a ser un hombre con la sangre fría y el corazón caliente. Y eso ya no se enseña, ya no quedan padres que inculquen esos valores. —Regla número veintiocho: «Valora y agradece a quien te tiende la mano». Regla número veintinueve: «Sé amable con tus vecinos». Regla número treinta: «Hazle el día más alegre a alguien, te alegrará a ti también». Regla número treinta y uno: «Compite contigo mismo». —Esa es muy buena— dije yo, —es una de las claves del éxito: exigirse a uno mismo, no estar nunca conforme, pensar que siempre se puede mejorar, que puedo y debo competir contra mí mismo con el objetivo último de hacerlo mejor. —Regla número treinta y dos: «Regálate algo mínimo una vez al año». Regla número treinta y tres: «Cuida tu salud». Por supuesto, solo tenemos una y es lo más preciado que poseemos. Si hay salud siempre hay esperanza, pero sin ella prácticamente todo está perdido y carece de valor real. Regla número treinta y cuatro: «Saluda siempre con una sonrisa». Regla número treinta y cinco: «Piensa rápido, pero habla despacio». —Piensa rápido para analizar todo lo observado y de ese modo poder anticiparte, pero habla despacio para mostrar serenidad y confianza— dije yo.

Ella asintió y prosiguió: —Regla número treinta y seis: «No hables con la boca llena». Regla número treinta y siete: «Lustra tus zapatos, corta tus uñas y mantén siempre una buena apariencia». Nooo, mis uñas nooo ja, ja, ja— comenzamos a reír. —Me encantan mis uñas— dijo mientras las observaba, largas y pintadas, colocando el dorso de su mano derecha frente a ella con los dedos unidos. —Regla número treinta y ocho: «No opines sobre temas que desconozcas». —Más que nada para no hacer el ridículo— añadí yo. —Regla número treinta y nueve: «Nuca maltrates a nadie». A nadie ni a nada. Simplemente no maltrates. Regla número cuarenta: «Vive tu vida como si fuese el último día de ella»—. Nos miramos, hubo un silencio. —La típica frase de los libros de autoayuda, que por cierto no ayudan— dije entonces. —El ejemplo claro de frase utópica. ¿Alguien sabe qué estaría haciendo el último día de su vida? Porque yo no… —Es cierto, no es tan sencillo saber qué estaría haciendo yo el último día de mi vida si supiese que efectivamente es el último…— añadió ella. —Bueno, ahora viene la regla número cuarenta y uno: «Nunca pierdas la maravillosa oportunidad de quedarte callado». —En mi opinión siempre es mejor ver, oír y callar que hablar de algo que se desconoce— dije yo. —Mientras callas y observas, tu cerebro procesa y analiza los datos que obtiene y la energía que se emplea en hablar la gastan otros. Como dejó escrito el genial Jorge Luis Borges, «No hables si no puedes mejorar el silencio». —Me encanta Jorge Luis Borges— dijo ella, —con su prosa precisa y austera. Uno de los grandes maestros de la literatura universal. Sigamos. Regla número cuarenta y dos: «Reconoce a alguien su esfuerzo». Regla número cuarenta y tres: «Sé humilde, aunque no siempre». De vez en cuando hay que creérselo un poquito, en pro de la autoestima. Regla número cuarenta y cuatro: «Nunca olvides tus raíces». —Porque si no, te vuelves orgulloso y el mundo se te queda pequeño— dije yo. —Quien no sigue esa referencia también olvida la firmeza de los principios y los valores que le fueron inculcados, pierde la memoria y desprecia a la gente que los vio crecer, se vuelven arrogantes y no tienen ningún reparo en humillar a quienes le rodean— añadió ella. —Muy cierto. ¿Cuáles son las últimas reglas? —Regla número cuarenta y cinco: «Viaja cada vez que puedas. —Como dijo Émile Zola, «Nada desarrolla la inteligencia tanto como viajar»— tercié yo. —Regla número cuarenta y seis: «Cede el paso». Regla número cuarenta y siete: «Baila bajo la lluvia». —Hay que aprender a bailar bajo la lluvia y no quedarse esperando a que pase la tormenta, de ese modo no desperdiciamos las pequeñas alegrías del día a día en espera de esa gran felicidad que quizá no llegue nunca— añadí. —Estoy muy de acuerdo con tus palabras. Regla número cuarenta y ocho: «Busca tu éxito, sin desistir». Dicen que con constancia y tesón todo se puede y se consigue… Al menos eso dicen. Regla número cuarenta y nueve: «Sé justo, defiende a los que son abusados». Y por último, la regla número cincuenta: «Aprende a disfrutar de los momentos de soledad». La soledad, en su justa medida, tiene su encanto. Como dijo Henry David Thoreau, «No encontré nunca una compañera más sociable que la soledad». Y no le falta razón. —Yo he vivido la soledad de una forma muy intensa, la he experimentado en todo su esplendor, y durante mucho tiempo fue mi única compañera y amiga. Incluso le dediqué unas líneas en un microrrelato que escribí hace algún tiempo. —Lo leí— respondió ella, —aunque al principio no sabía que te referías a la soledad, ¿recuerdas? — ambos echamos a reír, al tiempo que yo la miraba con cierto embelesamiento pensando en la suerte que tenía de que alguien como ella me leyese e incluso me rebatiese algunos de los pensamientos y teorías a los que daba vida en forma de textos.

Apuramos el contenido de nuestras tazas, ya tibio, nos levantamos y comenzamos a prepararnos para salir a la desapacible noche que nos aguardaba en el exterior. —Interesante charla la de hoy, me gustó— dijo ella al tiempo que se ponía un chaquetón largo abotonado de color crema y sacaba su frondosa melena rubia y rizada de la pesada prenda con un movimiento ágil y experto de su brazo derecho. —Todas son interesantes, pero la de hoy ha terminado con un tema un tanto peculiar y subjetivo. De lo que no hay duda es de que, si esas reglas se respetasen, aunque solo fuese en la medida de los posible, viviríamos más felices y el mundo sería un lugar más amable y humano. Pero la realidad es la que es y la que nos rodea— añadí yo. —Bueno, vamos para casa que se hace tarde. Hoy te toca cocinar a ti, así que ve pensando qué vas a preparar… —Solo con una condición. —¿Cuál? — dijo ella. —Después de la cena me tienes que dar una respuesta a lo que te propuse…

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7 comentarios

  1. Karen Gottlieb

    Hola Jesús!!
    Muerta de sueño, celular en mano solo quiero decirte que tu relato es muy inspirador y nos abre muchas puertas hacia un mundo mejor en donde el diálogo, la complicidad y la empatía nos muestran que todo no está perdido.
    Poder soñar con un mundo mejor, pensar en ciertas actitudes y acciones que nos ayuden a ser mejores personas, más reflexivas y atentas a nuestra propias necesidades y deseos así como a la espera del prójimo.
    Me gusta mucho el condimento que jamás falta en tus relatos. La presencia de la segunda persona del plural. Ese ‘nosotros’” con un dejo de picardía, de entendimiento, de miradas cómplices y sonrisas que dicen sin necesidad de decir en palabras.Ese lenguaje no verbal tan rico y cargado de sentido. Y eso, mi estimado Jesús habla de deseo. Y si logramos mantenerlo vivo, no todo está perdido aún.
    Es muy tarde aquí y debo dormir. Espero haber tipeado correctamente jaja.
    Como siempre un placer leerte.
    Abrazo.
    Karen 🦋

    1. jgarcia

      Hola Karen,

      Muchas gracias por pasarte por el blog y por leerme, y además me alegra mucho de que te guste el recurso literario que a veces empleo para poner en situación el tema central.

      ¿Existe la esperanza de alcanzar un mundo mejor? Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, aunque cada vez sea más difusa y sea más difícil de creer en esa posibilidad. De todos modos, yo quiero pensar que no todo está perdido y que asoma un rayo de luz por entre la espesa capa de nubes grises.

      Aprecio mucho tu esfuerzo de leer el texto y sacar unas conclusiones incluso a tan intempestivas horas de la noche. Es un placer para mí ser leído por personas con una sensibilidad como la tuya.

      Cuídate mucho y gracias otra vez. Nos vamos siguiendo, Karen
      🙏🏻🙋🏼‍♂️🤗

    1. jgarcia

      Hola María,

      Gracias por leerme y por tus amables palabras en el comentario. La respuesta es la que tú quieras darle, puesto que esta parte del microrrelato la dejo abierta a la imaginación del lector.

      Cuídate y nos vamos siguiendo, 🙋🏼‍♂️🙏🏻🤗

  2. Julieta

    Hola Jesús, antes que nada felicitarte por el microrrelato, siempre tan atinadas tus palabras.
    Que sociedad complicada e indiferente la de hoy día no? Muchos no son conscientes de lo que se pierden estando enfrascados en sus móviles, pocas son las personas con las que se pueden tener largas y fluidas conversaciones… Es más creo que esas personas hasta no disfrutan de los pequeños placeres de la vida como una taza de café o unos ricos mates, ver un arcoiris luego de un día lluvioso, encontrar todos los semáforos en verde (jaja) u olor el aroma de las flores. Pequeñas cosas cotidianas que pueden alegrar el día de uno… Y que decir sobre los valores que se van perdiendo generación tras generación. Ni hablar sobre el respeto, muchas personas no respetan siquiera a aquel que piensa distinto. Es una verdadera pena, es algo que realmente me entristece de este mundo.
    Por eso creo que aquellas personas que te regalan su tiempo, con las que puedes hablar, sentirte cómodo y «no esconder o callar» algo que piensas porque sabes que no te faltará el respeto o querrá imponer su pensamiento, que tiene fuertes valores y convicciones valen oro, son un verdadero tesoro y no deberíamos perderlas.
    Como siempre, un placer leerte Jesús. Que tengas un excelente fin de semana. Saludos 😊🤗🙋🏼‍♀️

    1. jgarcia

      Hola Julieta,

      Muchas gracias por tu comentario y por tus amables palabras. Tienes razón, aquellas personas que te regalan su tiempo, con las que puedes hablar y sentirte cómodo son ciertamente un tesoro que debemos cuidar y querer.

      Gracias otra vez, el placer es siempre mío de que me leas.
      Nos vamos siguiendo, 🙋🏼‍♂️🙏🏻🤗

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