Microrrelato

Certezas y recelos

Por Jesús García Jiménez
«Quién me lo iba a decir a mí hace unos años», pensaba una fría mañana mientras me detenía en un semáforo que mostraba prohibitivo su luz roja y llamativa. En ese preciso momento, mi acompañante atendía una llamada a su teléfono, de modo que me abstraje de su conversación a fin de no ser indiscreto, sumergiéndome de ese modo en la mía propia, conmigo mismo. «Yo, en el extranjero, manteniendo una conversación en otro idioma y conduciendo con el volante en el lado opuesto». La charla había sido muy animada, y mi soltura al volante era cual si llevase desde siempre manejando por estos lares. «Confianza en uno mismo, valentía. Esa es la clave», decía para mis adentros mientras observaba la luz ámbar que prevenía para reanudar la marcha. 

Y ahora, mientras escribo estas líneas, me pregunto: ¿confianza en qué? ¿en quién? ¿en uno mismo? ¿en los demás? La confianza es lo que mueve el mundo, es su motor verdadero. Esta no es una frase hecha, no es un sentimiento de esperanza, y ni mucho menos una utopía. Es un hecho. ¿Acaso no confiamos en los demás conductores cuando nosotros mismos vamos conduciendo? Lo hacemos, no cabe otra opción. Se da por supuesto, aunque no es ni mucho menos una certeza, que la persona con la que estamos a punto de cruzarnos lo haga correctamente y por su lado de la calzada, sin hacer maniobras bruscas que puedan poner en riesgo nuestra seguridad o que incluso pueda llegar a invadir el carril contrario y causar un daño a nuestra integridad física. ¿Acaso no depositamos toda nuestra confianza en el chófer de un autobús urbano cuando lo tomamos para desplazarnos de un punto a otro de la ciudad? ¿en el conductor del metro? ¿en el del taxi? Y no hablemos de los pilotos que gobernarán el avión que tenemos pensado coger próximamente para disfrutar de un destino turístico, o para realizar ese viaje de negocios que se presenta inminente, porque literalmente vamos a poner nuestras vidas en sus manos, y durante un determinado espacio de tiempo, viviremos con su permiso. En estos casos, no queda sino confiar ciegamente en esas terceras personas que son guiadas por sus propios sentidos y que, de un modo u otro, serán las dueñas absolutas de nuestro futuro más inmediato. A mi parecer, este sencillo razonamiento se basta por sí solo para tumbar esa frase universal de «yo no me fío de nadie», o «yo no me fío ni de mí mismo», porque, aunque sea de forma inconsciente e involuntaria, es algo que se hace y además muy frecuentemente.

En cambio, la frase anterior puede cobrar un absoluto sentido con tan solo cambiar una palabra y dejarla tal que así: «yo no me fio de alguien». Es totalmente legítimo desconfiar de alguien, aunque no de todos, y es un estado de ánimo inherente al ser humano, tan propio de él como lo es el miedo. Al fin y al cabo, la desconfianza y el miedo son las dos caras de una misma moneda. «Tengo miedo de que me falle, por eso desconfío», o «no me fío porque seguro que lo hace mal» son frases que la inmensa mayoría ha pensado o incluso ha pronunciado alguna vez. Démosle ahora a la palabra desconfianza un sentido más profundo, analicémosla con el rigor de los sentimientos. Alguien dijo o escribió que cuando la desconfianza entra por la puerta, el afecto sale por la ventana. ¿Quién no se ha sentido alguna vez engañado, traicionado o defraudado por los actos, las palabras o los silencios de alguien? Huelga decir que ese alguien que apuñala con la daga de la felonía y nos hace sangrar desengaño y frustración debe ocupar un lugar predominante en nuestro mundo particular y haber roto unos lazos previamente establecidos, algo que no ocurre si el agravio viene de un desconocido, en cuyo caso se trata de una afrenta de tintes radicalmente diferentes. Pero sí, es cierto que la desconfianza llega empujando al afecto, y no se puede simultanear ambos sentimientos. ¿Es posible volver a confiar después de sufrir una infidelidad o una traición? Si lo es, no deja de ser una empresa cuanto menos complicada que requiere de una fuerte alianza con el paso del tiempo, del que dicen que todo es capaz de curarlo. Imaginemos que alguien nos abandona y nos deja solos cuando más necesitamos de su compañía, en medio de una complicada y difícil situación. «¿Quién me garantiza a mí que no volvería a hacerme lo mismo?», es razonable pensar mientras estamos enfrascados en nuestra propia lucha interior, intentando olvidar y emerger, combatiendo a la soledad o aliándonos con ella, aferrándonos a nuestras metas e ilusiones y pretendiendo por el camino ver siempre el vaso medio lleno, que no medio vacío.

¿Puede alguien fallarse a sí mismo? Y con esta pregunta no me estoy refiriendo a culminar o no la larga lista de propósitos de fin de año para el nuevo por venir, que tan prometedor se presenta siempre y trescientos sesenta y cinco días después, para la mayoría de las personas, ha sido poco más o menos que una repetición del anterior. Me refiero a fallarse a sí mismo de verdad, me refiero a todas aquellas personas que tiraron su vida por la borda, que fueron incapaces de darle un sentido, que habiendo podido elegir, optaron por el camino equivocado, causando infinito sufrimiento a ellos mismos y a los que de un modo u otro padecieron los desvelos de la cadena de desatinos que terminó convirtiendo la existencia en puro martirio. Precisamente esos infelices son los que alguna vez, o siempre, experimentaron la desconfianza más atroz que es capaz de sufrir el ser humano: la desconfianza hacia ellos mismos, hacia todo y hacia todos, esa oscura sombra que les convirtió en seres vulnerables cuyo camino por la vida se convirtió en una sucesión de pasos en falso que los condujo hacia un punto de no retorno, paraje inhóspito ese en el que lo único que queda, si acaso, es volver la vista atrás y lamentarse de todas las oportunidades perdidas.

¿No sería acertado, pues, pensar que la confianza en uno mismo es la madre de todas las certidumbres y esperanzas? Ella es precisamente la mejor aliada y compañera, la que tiende su brazo firme y seguro para ayudar a salvar los no pocos obstáculos y sinsabores que inevitablemente se presentan. Ella es la más fuerte y poderosa amiga y aliada; pero guárdate bien de fallarle, ya que yendo de su mano el límite es el cielo, pero teniéndola por frente es un muro infranqueable. Guárdate bien de fallarle, digo, porque si lo haces no tendrá ningún tipo de reparo en presentarte ante tu propio yo y ante todos como alguien pusilánime, frágil e inseguro, y las únicas puertas que se abrirán de par en par serán las de una deriva infinita y sin rumbo en el océano de los recelos, los temores y el rechazo por parte de todos, y por parte de ti, haciendo buenas las palabras de Miguel de Unamuno: tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende. En definitiva, ¿qué es la vida sino todo aquello que nos abraza con sus brazos cálidos y aterciopelados o nos desgarra con sus zarpas ásperas y frías? ¿qué es la vida sino todo aquello que absorbe el brillo o la oscuridad de nuestro halo, el fiel reflejo del vigor o la debilidad del alma? Brillaré discreto, como lo hacen la Luna y las estrellas, sin deslumbrar como lo hace el Sol, pues tan mala es la oscuridad de las tinieblas como el excesivo resplandor, que ambos ciegan el camino y esconden traicioneros el abismo de la perdición. 

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