Versus
Por Jesús García Jiménez

Oscuridad. Ante mí se abre un abismo de tinieblas, infinito. Todo lo envuelve un silencio denso, apabullante. No oigo el segundero del reloj que pende de la pared, sobre la cabecera de mi cama, ni siquiera oigo mis propios latidos. ¿Acaso se ha detenido el tiempo? «¿Dónde estoy?», me pregunto, desorientado tras algún tiempo -no sé exactamente cuánto- de sueños agitados y turbulentos, nada reparadores. «No es de extrañar», me digo a mí mismo. «Todos esos pensamientos oscuros sacudiendo mi entendimiento el día anterior, apagando mis luces y dibujando mis sombras. Ahora mi cerebro, nervioso y excitado, pone mi cuerpo en alerta y levanta mis párpados, mis ojos solo distinguen un vacío opaco, infinito cielo nocturno del que se han caído las estrellas. Imposible. No puedo. Mi consciencia está despierta, despejada, mucho más de lo que quisiera en estos momentos. Cierro los ojos. Solo hay silencio. Necesito agua. Me incorporo, enciendo la luz y me dirijo a la cocina. Tras refrescarme, vuelvo sobre mis pasos, hacia la cama, con el propósito firme de conciliar el sueño. «La noche es para dormir», me digo a mí mismo. Mañana habrá tiempo de pensar con más claridad. Mi mente está obtusa, no me deja ver más allá de los sombríos razonamientos que me eclipsan la razón. —¡Ah, estás ahí! — exclamo al verle, mirándome tranquilo y compasivo. —Pensaba que te habías ido para no regresar, que te habías desvanecido con las últimas luces del ocaso y reservabas tu regreso para las primeras luces del alba, eludiendo la ambigüedad de la noche. —Yo nunca me voy—me responde, —siempre estoy aquí, lo que ocurre es que algunas veces paso tan desapercibido que ciertamente parece que no estoy. Siéntate, no puedes dormir. No tiene sentido que lo intentes. Tu cerebro está tan agitado que es incapaz de concederte la bondad del descanso—. Aceptando su invitación, me siento en una silla y paseo mi vista sobre la mesa, observando un par de libros y varias hojas escritas, borradores que irán cogiendo la forma que les permita llegar a ser imperecederos en el espacio-tiempo infinito de los algoritmos y las redes. —Piensas demasiado—, me dice en un tono reconfortante, con una media sonrisa dibujada y cálido el semblante. —Y no deberías gastar energías en ello cuando lo que te perturba está fuera de tu alcance. Lo único que puedes hacer es estar preparado para reaccionar y actuar acorde a las circunstancias, cuando éstas se presenten. Cuando lleguemos a ese río cruzaremos ese puente. Oigo lo que me dice, asintiendo levemente con la cabeza. —Malditas, ¿a qué venís? Malditas ideas que turbáis mis sentidos y agitáis mi temperamento como si de un mar embravecido se tratase, puestas en bandeja por el presente confuso y el futuro incierto, que inundáis mi mente para concederme maliciosamente un sueño nervioso e intranquilo, agotador más que reparador. Sí, quizá piense demasiado, llevas razón. Siempre he sido aficionado a pensar, puede que más de lo estrictamente recomendable para hallar el sosiego. Siempre he tenido esa fea manía. Dicen que los ignorantes son los más felices. Claro, no ven -o no quieren ver- y por tanto no padecen. Ojos que no ven, corazón que no siente. Yo no sé si es difícil de por sí, o somos nosotros los que lo hacemos difícil. Pero no me digas, viéndome a mí, que yo lo hago difícil. Tú sabes que siempre me inclino a simplificar los problemas al máximo y resolverlos cuando quedan reducidos a su pura esencia. No, no soy yo el que lo está haciendo difícil. —Ciertamente no eres tú. No quieres verte así, tal cual te encuentras ahora mismo. Pero recuerda que ha habido, hay y habrá personas en peores situaciones, porque siempre se puede ir a peor. Siempre. Es una certeza matemática, tan cierta como que después de la noche llega el día. Limítate a pensar que todo absolutamente tiene solución, todo excepto la muerte. No te atormentes, no te maltrates a ti mismo. Tu contador está corriendo, un segundo más es un segundo menos, y la única manera de malgastar el tiempo sin malgastarlo es solucionando sabiamente los rompecabezas que inevitablemente se hallan en el camino, a poco que se tenga una vida medio normal. Observa, analiza y actúa. Esa es la manera de solventar un problema. Todo lo que esté fuera de estas tres palabras es innecesario y contraproducente, como lo es esta charla que estamos teniendo en detrimento de tu descanso nocturno. Y recuerda una cosa: no hay azar, toda decisión tiene una repercusión, así que antes de dar un paso conviene analizar todas y cada una de las opciones disponibles. Es precisamente ahí donde radica la dificultad, en tomar la decisión que aporte el mayor beneficio o, si es inevitable, la que cause el menor daño posible. Sin esa tesitura no sería sino un trámite más. Piensa en la muerte. ¿Tiene solución? No. Es inevitable, no hay opciones, es el trámite por excelencia que todo ser humano, sin excepción, debe afrontar. Para todo lo demás, recuerda, siempre hay alternativas y al menos una salida. Vuelvo a abrir los ojos. Una leve claridad traspasa las tupidas cortinas de la ventana del dormitorio. El despertador aún no ha sonado. «Al final sucumbí al cansancio, cerré los ojos y dormí, aunque no haya sido el sueño vigorizante y reanimador que podría esperarse de cara a enfrentar el ritmo de vida al que estamos encadenados irremediablemente», pensé con hastío. «Mi almohada tiene razón: todo tiene solución menos la muerte. Aun cuando a veces mi mundo interior es más grande que el mundo que me rodea. Aun cuando, dentro de mí, se enfrenta mi yo abrumado y visceral versus mi yo práctico, frío y coherente».0 likes en este post