Fray Joaquín

Antiguo convento de carmelitas descalzos, en El Desierto de las Palmas, grabado realizado por J. Benlliure y publicado en el semanario La Ilustración española y americana, año 23, nº. 10 (15 de marzo de 1879)

Pocos de aquellos tranquilos y pacíficos monjes, integrantes de las congregaciones fundadoras de los antiguos monasterios repartidos por toda la geografía española, pensaban allá por los siglos XV y XVI que aquellos aislados edificios, erigidos en mitad de parajes inhóspitos en su mayoría inhabitados, tendrían una historia tan agitada y serían incluso los protagonistas de algunos de los capítulos más inquietantes de la crónica negra, una trayectoria muy alejada de la vida contemplativa, tranquila y sin sobresaltos que buscaban los religiosos que moraban entre sus paredes.

Para sentar los antecedentes de esta historia hay que remontarse al año 1598, cuando tiene lugar la fundación del monasterio alrededor del cual tienen lugar los acontecimientos históricos aquí descritos, dentro de aquella época conocida entre los historiadores como el Siglo de Oro español, un periodo en el que florecieron las artes y las letras en lengua castellana y durante el cual tuvo lugar el mayor auge político y militar que haya conocido España, como parte de aquel Imperio gobernado por la dinastía de los Habsburgo. Luis de Góngora, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, Tirso de Molina y Pedro Calderón de la Barca, entre muchos otros, fueron solo algunos de los geniales autores que pusieron su pluma al servicio del engrandecimiento de las letras españolas, contemporáneos de aquellas poderosas y temibles unidades militares conocidas como los Tercios Españoles, que recorrían Europa implantando y consolidando la hegemonía del Imperio.

En aquel tiempo, lejos del ámbito de las letras y las armas, abundaban los religiosos que buscaban alcanzar una relación con Dios que ellos consideraban más perfecta, y para ello rompían con todo lo relacionado con el mundo urbano y la civilización para dedicar su vida a la oración, el trabajo y muy a menudo también, al silencio, en una práctica tan antigua como el cristianismo y que los convertía en lo que hoy se conoce como ermitaños. Aquellos frailes, siempre rodeados de un halo de misticismo, espiritualidad y a veces también de misterio, buscaban los lugares más recónditos, alejados, inhóspitos e inhabitados a los que podían tener alcance, para poder así llevar a cabo su misión con la mayor precisión posible. Y es así como nacieron muchos monasterios, en una época muy alejada de la actual no solo en el tiempo, sino también en pensamiento y costumbres.

Entre ellos, el Santo Desierto de Nuestra Señora de las Nieves, comúnmente conocido entre la gente de los pueblos de alrededor como el Convento de la Virgen de las Nieves. Este monasterio eremítico de la provincia de Málaga está ubicado a poco más de cinco kilómetros -medidos sobre el terreno- del pueblo más cercano, El Burgo, a casi la misma distancia de su vecina Yunquera y a menos de 17 kilómetros -también medidos sobre el terreno- de Ronda, el núcleo urbano más grande de la zona, aunque como es de suponer, en el año de la fundación de la congregación era poco más que un pequeño pueblo. Podría pensarse que el monasterio está en un lugar incluso céntrico, rodeado de pueblos situados a escasa distancia y nada lejos de la civilización. Y aunque es cierto que no está lejos de la civilización, esto es solo en el sentido estricto y literal, porque la realidad es que aquel paraje es uno de los más solitarios y apartados de la serranía.

No en vano, el nombre Desierto no es por casualidad. En la antigüedad, los primeros ermitaños huyeron de la ciudad para vivir en espacios no civilizados, que en el caso de Egipto se identificaban con el desierto. Con los siglos, este concepto de desierto se extendió a otros espacios naturales tanto o más aislados, como por ejemplo las montañas. Y efectivamente, el lugar donde se levanta el Convento de la Virgen de las Nieves es un desierto en sentido figurado, porque aunque carezca de dunas y sea rico en fauna y flora, tiene ese carácter de implacable soledad y aislamiento que lo convierte en un lugar idóneo para la vida ermitaña. Un lugar rodeado de bosques, espesos pinares que cumplen celosamente su función de barrera frente al mundo exterior siempre con el incondicional apoyo de la abrupta topografía del terreno, plagado de profundas vaguadas, imponentes riscos de piedra grisácea y amenazantes paredes casi verticales, deleite de los aventureros que andan a la caza de los lugares más extremos. Y por supuesto, las peligrosas y traicioneras simas, esas enormes y profundas grietas en el terreno que comunican la superficie con cavernas y corrientes de agua subterráneas y que muy pocos saben dónde acaban y qué hay exactamente en ellas. Todos estos elementos conforman la formidable defensa natural de un lugar que parece haber sido creado por la mano del mismísimo Creador para el retiro y la oración, envuelto en un halo de misticismo y espiritualidad que todavía hoy, en pleno siglo XXI, perdura acompañado de ese romanticismo típico asociado a los edificios antiguos que, de un modo u otro, han sido testigos e incluso protagonistas de algunos de los capítulos más importantes de la historia reciente.

No es difícil imaginar la grandiosa austeridad de la que debió hacer gala el Convento de la Virgen de las Nieves tras su fundación en 1598, rebosante de silenciosa vida, refugio de algunos de los más afamados ermitaños de su tiempo y hogar de una congregación de frailes Carmelitas Descalzos dedicados a la oración, el trabajo y el estudio. Un conjunto de construcciones sencillas, robustas e imponentes en cada una de las cuales se distribuían los distintos espacios necesarios para la vida monacal, edificadas a continuación del claustro, el patio del monasterio rodeado por sus cuatro lados de galerías porticadas descansando sobre sencillas y recias columnas, ajardinado con una sencilla fuente en su centro, cuidado y mantenido celosamente por los monjes que, a fuerza de trabajo y constancia, llegaban a ser auténticos profesionales y especialistas en aquellas tareas que les eran encomendadas, entre ellas el mantenimiento de los jardines del claustro, haciendo de esta parte del monasterio el lugar preferido por los frailes para sus momentos de recogimiento.

Aquella fría mañana de marzo de 1798 Joaquín, un muchacho de apenas 20 años, iba cabizbajo siguiendo la vereda arriba hacia el monasterio. En la plenitud de su fuerza y vigorosidad, aquel joven alto, delgado, de pelo castaño y penetrantes ojos verdes meditaba acerca de los motivos por los que estaba a punto de perder su amada libertad. De tendencias pendencieras y bastante mujeriego, hasta ese preciso momento no se le había pasado por la mente sentar la cabeza, buscar una mujer con la que casarse y formar una familia, como era la principal obligación en aquellos tiempos para un hombre de su edad. Él prefería la libertad de vivir a su aire, y eran del dominio público sus continuas escapadas al pueblo vecino de Ronda, con o sin compañeros de correrías, eso era lo de menos. Su padre, un terrateniente que había depositado en Joaquín todas sus esperanzas para ponerse a cargo de los negocios de la familia y de la gestión de las extensas y rentables tierras que poseían, había intentado reconducirlo en muchas ocasiones, con métodos más o menos ortodoxos. Primero intentando hacer entrar en razón al chico argumentándole que la ociosidad es el patio donde juega el diablo, que un hombre de su posición social debía ser modelo para los demás y que una vida vacía de obligaciones y metas solo conduce al desaliento, a la desilusión y a la perdición del alma. Cuando comprendió que su hijo era demasiado rebelde como para arredrarse con buenas palabras, pasó a amenazarlo directamente con llevarle al cortijo de un pariente, al parecer hombre bastante duro y autoritario, y no solo eso, sino también con ponerlo a trabajar como un jornalero más hasta que recapacitase y valorase la vida cómoda y exenta de penalidades que había llevado hasta el momento. Pero viendo que esta amenaza tampoco surtió todo el efecto que él pensaba, pasó a la acción dura, amenazando a los compañeros de correrías de su hijo con tomar represalias si le alentaban o simplemente le acompañaban en alguna de sus pendencias y escapadas, en busca de tabernas y de mujeres de cariño fácil. El pobre hombre, comprendiendo que su Joaquín, por el que en el fondo sentía debilidad y devoción por ser su único hijo, no entraba en razones y que aún sin compañeros de correrías seguía llevando una vida ligera y alejada del camino recto, decidió tomar la medida más drástica de la que pudo echar mano, desechando la otra de mandar a su hijo a un cortijo lejos, en la otra punta de Andalucía, por la sencilla razón de que si él no había podido controlarlo siguiéndolo tan de cerca, no podrían hacerlo sus parientes por mucho que lo vistieran de jornalero y pusieran una azada en sus manos. Así, una noche, al calor de la lumbre, se decidió a contarle a la mujer los planes que tenía para Joaquín, y con todo el dolor de su alma, puesto que hubiese deseado no tener esta conversación nunca, empezó así:

—Voy a mandar al muchacho al Convento. Ya nos hemos arreglado el Padre prior fray Fernando y yo. A cambio de una generosa donación acogerán a Joaquín para el noviciado. Si le gusta, que lo dudo, y si pasa el tiempo de prueba que son entre seis meses y un año, se quedará como un fraile más y dedicará su vida a la oración, el trabajo y el silencio y nosotros habremos perdido a un hijo. Si decide que aquello no es lo suyo, estoy seguro de que por lo menos la disciplina y la mano dura de los monjes durante varios meses lo enderezará y le hará dejar a un lado la vida que ha llevado hasta ahora, para centrarse en ser un hombre de provecho y formar una familia. Desde luego que los frailes tontos no son, parece ser que Dios los instruye bastante bien en el tema de los negocios porque mis buenos escudos me han costado que lo acepten…— dijo el padre, hombre práctico y realista, sin quitar la mirada de la lumbre. —Por Dios, ¿cómo dices esas cosas? ¿cómo te atreves a dudar de la voluntad de Dios y de la buena fe de los frailes? Todo pasa por algo y quizá sea este el camino que nuestro Señor le tiene preparado— añadió la madre, mujer mucho más tradicional y de una profunda y arraigada fe, en un tono que daba a entender que estaba feliz y orgullosa de que su hijo, sangre de su sangre, pudiera terminar dedicándose a la vida contemplativa. —Como sea, la semana que viene subirá al Convento, le acompañarán dos capataces, dos hombres de mi confianza. Yo no voy a acompañarlo, no voy a humillarme una vez más. Hice todo lo que pude por ese muchacho y no me ha dejado otra opción que encerrarlo, aislarlo para que no siga haciendo tonterías, demasiados favores he pedido ya, y no aprende. Siempre la misma historia. Es un chaval noble, y con un corazón que no le cabe en el pecho. Ojalá que allá arriba recapacite, retome el camino recto y que en unos meses esté otra vez aquí, con nosotros, vestido con ropa seglar. Sería una pena desperdiciar un talento como el suyo, aquí es donde hace falta, dirigiendo los negocios y las propiedades de la familia, y no en aquella cárcel vestido de hábito y mal comiendo— dijo el padre con expresión triste, empleando un tono que parece que estuviera meditando, como si él fuese la única persona en la habitación, sin renunciar a su sentido realista y práctico, propio de la gente inteligente acostumbrada a tratar con negocios y elevadas responsabilidades.

La madre no contestó, solo se limpió los ojos llorosos con el pañuelo blanco que tenía en su mano derecha mientras que con la otra sujetaba con fuerza un rosario de cuentas de madera con una medalla de San Benito. No fue necesario que hablara para que su marido, hombre perspicaz, comprendiera perfectamente que en lo más hondo de su ser ella pensaba que con un hijo al servicio de Dios, sería más fácil obtener su propia salvación eterna en el día del Juicio Final. Y el recuerdo de esas dos expresiones, la de tristeza de su padre que sentía en el alma como se le iba su hijo Joaquín y la de extraña mezcla entre pena y regocijo de su madre, que veía en aquello el camino más corto hacia la salvación de sus almas, fue lo que acompañó durante la mayor parte del trayecto al muchacho, guiado -y vigilado muy cerca, todo hay que decirlo- por los dos capataces de confianza de su padre, hasta que apareció ante su vista la parte norte del Convento, aquel conjunto de edificios de tan austera y sobria pero imponente arquitectura, compartiendo similitud con los grandes cortijos de las campiñas andaluzas, de paredes encaladas y tejados rojizos, pequeñas ventanas y gruesos muros de piedra para combatir el rigor de los fríos inviernos y los cálidos veranos, a veces extremos, propios de la sierra mediterránea. Destacando sobre el conjunto estaba el campanario, siguiendo aquel estilo sencillo y sin florituras de los demás edificios, muy alejado de los sofisticados y espectaculares campanarios que se erigen orgullosos en otros monasterios, siendo éste un muro sobresaliente en altura con dos huecos en su parte superior, rectangulares y coronados en un arco de medio punto, lo justo para darle cabida a aquellas campanas sencillas pero robustas que llenaban el ambiente de la zona con sus constantes tañidos, en forma de místicas melodías que regían los horarios y la vida monástica de aquella tranquila y aislada comunidad de Carmelitas.

—Ahí tienes tu nueva casa muchacho, ahí es donde vas a aprender a valorar lo que tenías hasta ahora, encerrado en esa cárcel, comiendo poco y durmiendo menos, viviendo para rezar y labrar el huerto. Aunque tú tienes suerte, tu padre te dio buena educación de niño, sabes leer, escribir y las cuatro reglas, a lo mejor te ponen de maestro para otros novicios que entran analfabetos— dijo uno de los capataces. El otro, menos hablador, se limitó a decir: —En el mulo llevas el morral, aunque dudo que lo vayas a necesitar ahí, ellos te visten y ellos te dan de comer. Nada entra de fuera excepto las donaciones de los ricos, que a eso nunca le hacen asco, y el cuerpo del novicio. Porque ahí dentro, hasta el alma te lo cambian.

Para el muchacho, ya de por sí descorazonado por ser consciente de a dónde se dirigía y desanimado aún más por las últimas palabras de ánimo de sus compañeros de viaje, la vista que ofrecía el Convento mientras lo rodeaban para acceder a su entrada principal, que estaba en su lado oeste, y la llegada a la enorme puerta tachonada de madera vieja color marrón grisáceo, con dos grandes argollas de hierro para llamar y un hueco rectangular enrejado cerrado con tapaluz, con el tamaño justo para dejar entrever las facciones del que estaba al otro lado, fueron su tiro de gracia y terminaron por arrebatarle el poco ánimo que aún le quedaba. El menos hablador de los acompañantes golpeó la puerta enérgicamente con una de las argollas, y en unos instantes se descorrió el pequeño cerrojo y se abrió el tapaluz, asomando al otro lado una cara enjuta y con arrugas. —¿Qué desea buen hombre? — Respondió la voz desde el interior. —Buenos días hermano, venimos a traer al muchacho, a Joaquín. Su padre ya se arregló con el prior, que lo esperaba hoy en la mañana. —Un momento— respondió el fraile, cerrando el tapaluz y el cerrojo nuevamente. En cuestión de minutos se volvió a escuchar el correr del cerrojo, esta vez el de la gran puerta tachonada, y una de las hojas se entreabrió lo justo para dejar pasar al muchacho. Asomó otro fraile, con mejor aspecto que el anterior, de mediana edad, alto y corpulento de constitución, mostrando su hábito marrón y el característico corte de pelo en aureola. De maneras confiadas y hábiles, miró al muchacho de arriba abajo con sus penetrantes y vivos ojos oscuros, seguramente pensando que había mucho que hacer para devolver al camino recto a aquella oveja descarriada. —Entra, el morral se lo pueden llevar de vuelta estos buenos hombres, aquí no lo necesitarás. Todo lo que precises a partir de ahora lo obtendrás dentro de estos muros— dijo el fraile mirándole fijamente a los ojos, estudiando su expresión y esperando una reacción. Pero no hubo ninguna. El muchacho se limitó a devolverle la mirada, intentando encajar la situación y pensando en portarse bien y poder salir de allí sin la necesidad de tener que completar el noviciado. A lo mejor era verdad que todo lo que necesitaba era estar privado de comodidades y apartado de la vida alegre para aprender a valorar lo que tenía, como tantas veces le había dicho su padre, y volver al pueblo convertido en un hombre dispuesto a formar una familia y dirigir los negocios y las propiedades que iba heredar. —¿Se nos requiere para algo, hermano? — dijo el otro capataz, dando por terminada su tarea allí. —No, habéis traído al muchacho, que hasta donde yo sé es todo lo que teníais que hacer. ¿Habéis desayunado? —preguntó el fraile a modo de invitación—. No, hermano. Pero no podemos perder tiempo, tenemos que volver rápido e informar al padre, que está esperando noticias— dijo el capataz con un gesto de cabeza señalando en dirección al pueblo, en verdad afligido, porque todo lo que tenían en el cuerpo era un café y después del penoso camino hasta el Convento, aún le quedaba el no menos penoso camino de retorno hacia el pueblo. —Muy bien, id con Dios— respondió el fraile. —Pórtate bien Joaquín y no estés triste hombre, que de todo se aprende y de todo se puede sacar algo. Vaya usted con Dios, hermano—dijeron los capataces casi al unísono, y tomaron el camino de vuelta al pueblo.

Tras pasar el umbral, Joaquín se encontró en una pequeña habitación de paredes encaladas y techo alto, con un sencillo y rudimentario banco de madera en una de las esquinas por todo mobiliario. Tras cerrar la puerta y echar el cerrojo, el fraile le pidió que le acompañara. Cruzaron una puerta situada justo enfrente y enseguida se encontraron en una de las galerías porticadas del claustro, donde los esperaba el Padre prior fray Fernando. Lo primero que le llamó la atención a Joaquín fue que todos ellos iban vestidos exactamente igual, sin distinción, de modo que si había alguna jerarquía dentro de aquel Convento, no se reflejaba en la indumentaria. —Buenos días, muchacho— fue el saludo de aquel hombre en sus últimos cincuenta, alto, delgado y con la cara surcada de arrugas. Por la seguridad y confianza que en seguida notó en la actitud y el tono del Padre prior, pronto comprendió que la jerarquía no necesitaba de uniformes, al menos en aquel lugar. Tenía la tez cobriza y las manos endurecidas y estropeadas, propias de alguien que las emplea con mucha frecuencia para duros trabajos manuales, como las labores agrícolas. Sus movimientos eran hábiles y rápidos y poseía una vitalidad que parecía incompatible con la vida monacal. Su mirada de ojos azules era penetrante e intimidatoria a la vez que afable, y su aureola de pelo canoso cerraba el conjunto para darle un aire de respetabilidad que Joaquín no había visto nunca antes. Era la primera vez en su vida que experimentaba aquella extraña mezcla de miedo y respeto, hasta entonces desconocida para él. —Como ya sabrás, empiezas hoy mismo tu etapa como novicio en este Santo Convento, aunque el día de hoy lo vas a dedicar a conocer las dependencias y los alrededores. El hermano fray Francisco te guiará los primeros meses, estarás a su cargo. Sigue todas sus indicaciones. Es un hombre piadoso, disciplinado y muy trabajador, del que sin duda vas a aprender mucho. Encuéntrate con Dios y retoma el camino recto. Si después de seis meses decides que esta vida no es para ti, estás en tu derecho de marcharte. Mientras tanto, vivirás en este Convento bajo mi tutela y la de fray Francisco y te acogerás a las normas de vida y de convivencia de la comunidad. ¿Tienes alguna pregunta? — Joaquín, cohibido por la penetrante mirada del prior y por lo tajante del breve discurso de bienvenida, solo atinó a hacer un breve gesto de negación con la cabeza y a responder, casi de manera inaudible: —No padre. —Muy bien. A partir de ahora te haces cargo del chico. Prepáralo para mañana— respondió el prior dirigiéndose a fray Francisco y abandonando el claustro por una de las puertas de la galería. —Sígueme muchacho— le ordenó el fraile.

Después de unos meses, tras la ceremonia en la que le impusieron el hábito a él y a otros novicios, y en los que aprendió cuál era su sitio en la iglesia, en el dormitorio, en el refectorio y en la sala capitular, además de cuándo tenía que sentarse y levantarse durante los servicios religiosos y cómo servir las comidas o leer en voz alta cuando le tocaba el turno, entre otros muchos aspectos de aquella vida con tan estrictos horarios, más parecidos a los de un cuartel militar que a los de un convento, Joaquín parecía otra persona, totalmente diferente del chico travieso pero abatido que meses atrás cruzó las grandes puertas tachonadas de la entrada principal del Convento. Ahora vestía su hábito marrón y lucía el corte de pelo en aureola, que por petición propia había solicitado al Padre prior y éste había autorizado con gran alegría, viendo que seguramente se decidiría por continuar con ellos después de finalizar su noviciado. Y es que todos los frailes de la comunidad le cogieron en seguida cariño y respeto al muchacho. Es verdad que era de naturaleza inquieta y bulliciosa, pero también era tremendamente inteligente y sagaz, capaz de percatarse de cosas que pasaban inadvertidas para casi todos los demás. En contra de todo pronóstico, se adaptó fácilmente a su nueva vida, pese a la férrea organización sobre todo en lo referente al horario de las oraciones, que solo permitía dormir unas pocas horas seguidas entre oficio y oficio. Al principio, y para domar a la bestia, como más de una vez le refirió el Padre prior a su fraile supervisor, lo pusieron a hacer las tareas más duras físicamente, como trabajar el huerto y traer agua desde el arroyo que discurre al sur del Convento, teniendo que salvar con la pesada carga una ladera de pendiente considerable durante varias veces al día. Para sorpresa de todos, incluidos el Padre prior y fray Francisco, Joaquín realizaba aquellas tareas de manera incansable y con un celo y responsabilidad dignos de elogio. Tanto fue así que una mañana, bajo un cálido sol de septiembre, se acercó uno de los frailes al huerto y con voz afable y amistosa le dijo: —Hermano, pocas veces he visto el huerto tan cuidado, parece un jardín. Desde que estás trabajándolo, hemos disfrutado como nunca antes de unas verduras excelentes. Dios nos dio la tierra para trabajarla, y en su infinita benevolencia premia el trabajo duro con los más exquisitos productos. Toma un descanso del trabajo, que el Padre prior te espera en su celda. Yo te sustituiré en el rato que estés ausente.

Agradeciendo las amables y sinceras palabras del fraile, Joaquín tomó el camino hacia el Convento, desconcertado ante aquel inusual requerimiento. No era habitual que el Padre prior se reuniera en privado con un fraile, y menos aún con un novicio, como era su caso. ¿Acaso no había hecho bien su trabajo, no había cumplido adecuadamente con sus obligaciones de trabajo y oración? Es verdad que al principio fue amonestado alguna que otra vez en la sala capitular, en presencia de los demás frailes, para recordarle las reglas que había roto debido a sus primitivas tendencias libertinas. También es cierto que, en sus inicios, le fue muy difícil acostumbrarse al horario de las oraciones y aprenderse todos los ritos religiosos a lo que tenía que atender. Pero eso había sido superado con trabajo y constancia y ahora, aunque todavía novicio, era como un fraile más de la comunidad, respetado y querido por todos. ¿Quizás el Padre prior había decidido que la vida monacal no era para él? ¿No había superado su periodo de noviciado y era enviado de vuelta al pueblo? A decir verdad, él no quería volver, había encontrado a Dios, había retomado el camino recto y estaba seguro de que quería consagrar su vida al Altísimo, alejado de los placeres carnales y de los vicios mundanos que acechaban fuera de aquellas robustas paredes.

—¡Adelante! — Fue la respuesta del prior tras escuchar que alguien llamaba a la puerta. Él sabía perfectamente de quién se trataba, así que no le sorprendió ver aquella cara todavía juvenil pero que en poco se parecía ya a la de aquel muchacho que llegó al Convento cinco meses atrás. —Siéntate Joaquín. Quiero hablar contigo, en privado, sin la presencia de los demás hermanos. Aunque ya lo comentaremos en la sala capitular, quiero verlo primero contigo a solas—. Esas palabras fueron como un jarro de agua fría, ya que pensaba que, de algún modo, eran su billete de vuelta al pueblo. Ahora que se había acostumbrado a aquella vida, que había aprendido a valorar aquella soledad, aquel retiro, aquella disciplina, ahora que el trabajo y la oración constantes le habían hecho mejor persona, ahora que lo había logrado, tenía que marcharse y volver al sitio de donde salió y que tan ajeno le resultaba en aquel momento. —Verás, Joaquín— comenzó el prior, —Yo no soy de halagar, ni de valorar en persona el buen trabajo y el esfuerzo de los hermanos, al fin y al cabo es una obligación, es a lo que se viene aquí, a consagrar nuestro alma al Creador con la oración, el trabajo y la vida contemplativa. Pero contigo voy a hacer una excepción y te diré que aunque a estas alturas de la vida ya creía que nada podría sorprenderme, tú lo has conseguido, aunque para bien, claro es. Huelga decir que es tu decisión marcharte o quedarte con nosotros, porque tu etapa de noviciado, aunque aún le queda un par de semanas para ser completada, podemos darla por terminada, la has superado con creces y no solo eso, has sobresalido por tu disciplina y buen hacer, amén de por tu cambio de actitud. Aquella rebeldía inicial con la que entraste es cosa del pasado y me congratula sobremanera poder decírtelo en persona. Has retomado el camino recto y te has encontrado con Dios, y es por eso que a mí, y hablo también en nombre de todos los que moramos en este Santo Convento, me gustaría que te quedaras con nosotros, ahora ya como el hermano fray Joaquín—. Joaquín sentía el corazón acelerado, y experimentó un sentimiento de felicidad nuevo para él, se sentía pleno y bendecido por haber cumplido la meta de terminar el noviciado. Ahora era oficialmente un fraile, y lo más importante, viviría durante el resto de sus días en aquel tranquilo retiro espiritual, purificando su alma y preparándose para ser acogido en el seno del Señor en el día del Juicio Final. —Gracias Padre. Nada me honra más que oír sus palabras y aceptar ser parte de este Santo Convento. En adelante, consagraré mi vida a la comunidad y trabajaré incansablemente cada día para ser digno del privilegio de poder servir a Dios Nuestro Señor, dando siempre lo mejor de mí y purificando mi alma pecadora para ganarme un lugar en los Cielos junto al Salvador—. El prior le oía complacido y orgulloso, feliz por haber reconducido a aquel joven hacia el camino del Señor, aunque también, como hombre práctico y curtido, era perfectamente consciente de la necesidad de sangre joven, de un hombre lleno de vitalidad y energía, que pese a ser respetuoso con las normas y las reglas de la contemplación y el silencio, era capaz de crear buen ambiente y compañerismo en la comunidad, algo que no siempre existía y que tampoco era fácil de conseguir. Además, ese muchacho, pensaba el prior, valía para todo y era incansable en la tarea que se le encomendaba. Había sido capaz de trabajar el huerto con un celo inusual, dedicando muchas veces sus ratos libres de obligaciones religiosas a las labores de labranza, y nunca habían tenido que pedirle ayuda si había hecho falta para la cocina, para el cuidado de los jardines del claustro o incluso para la limpieza de las letrinas, con razón el trabajo más odiado de la comunidad. Él siempre se anticipaba y se ofrecía allí donde intuía que podía ser necesario. Lo curioso de Joaquín era, como muchas veces había meditado el prior, que aunque mostraba predilección e incluso parecía disfrutar haciendo trabajos que requerían de gran esfuerzo físico, como la labranza del huerto y la agotadora tarea de cargar agua desde el arroyo hacia el Convento, podía igualmente concentrarse y estar quieto como un bloque de mármol durante las oraciones, cumpliendo con sus obligaciones religiosas y espirituales con el mimo celo que empleaba en los trabajos de más acción. —Tu padre te dio una buena educación y eso, sumado a tu inteligencia y sagacidad natural, ha hecho de ti un hombre culto capaz de llevar a cabo tareas más elevadas y complejas. Comprendes bien el latín, lo que te hace apto para trabajar en la biblioteca con antiguos libros y manuscritos medievales, que algunos tenemos. Me preocupa que desde que el hermano fray Casimiro nos dejó para ser acogido en el seno de Nuestro Señor, nadie se ha hecho cargo de la biblioteca de manera fija y constante, por lo que me temo que debe haber un desorden considerable no por el uso que le damos, sino porque en los últimos meses Dios ha querido que varias donaciones de libros de almas caritativas terminen en nuestro Convento sin que nadie se haya podido dedicar con la constancia necesaria a darles una entrada adecuada dentro de nuestra todavía humilde colección. Así que quiero proponerte para el puesto de fraile bibliotecario, para que te hagas cargo de compilar y actualizar el catálogo, además de clasificar los libros y los opúsculos que ya teníamos y los nuevos que han ido entrando, utilizando en lo posible los viejos inventarios y fichas que el hermano Casimiro, que Dios lo tenga en su santa gloria, fue haciendo durante su servicio con nosotros—. A Joaquín no le desagradó la idea, pues tenía, en cierto modo, inclinaciones intelectuales e incluso afición por el estudio y el conocimiento, acentuadas éstas durante su estancia en el Convento. Sabía que echaría de menos las tareas físicas que le habían servido para desarrollar las nobles cualidades del sacrificio, la responsabilidad y la constancia y que tanto le habían ayudado a encontrarse consigo mismo, pero la propuesta del prior la tomó como el camino que estaba marcado para él, aquel que debía seguir. Esa era, viéndolo desde su propia perspectiva, la voluntad de Dios. —Así será Padre, serviré en este Santo Convento donde más se me requiera.

A nadie le sorprendió que después de algunos meses, la que había sido una humilde y sencilla biblioteca con un catálogo escaso y relativamente reciente, salvo por un par de copias manuscritas de libros de oraciones que databan de la Edad Media, adquiriese un carácter más serio y formal, más refinado podría decirse. Varios lotes de libros procedentes de dádivas fueron ordenados, clasificados e integrados en la colección ya existente. Por las manos del nuevo bibliotecario pasaron, entre otros muchos, volúmenes de Medicina, Derecho o Teología, así como de Geometría y Astronomía. Fueron estas dos últimas disciplinas las que despertaron una mayor curiosidad intelectual en el joven fraile, y dada su naturaleza curiosa, se embarcó en la tarea de estudiarlas por su cuenta, enfrentándose por sí solo a complejos textos científicos de sobria y fría apariencia. Pero Joaquín comprendió que en aquellos párrafos aparentemente incomprensibles llenos de números, letras, gráficos y figuras geométricas estaba el lenguaje de la ciencia, el lenguaje del universo ideado por Dios para crear el firmamento. Con el permiso del Padre prior, se llevaba los tratados a su celda y muchas de las horas que debían haber sido de sueño las destinó al estudio, llegando a adquirir unos vastos conocimientos en la ciencia de los astros y las matemáticas. Muchas noches las dedicó, también con el permiso del prior, a contemplar y analizar el tejido estrellado de los cielos, rogándole a Dios que le permitiese comprender, aunque sólo fuese en una ínfima parte, el complejo lenguaje que solo Él podía comprender en toda su plenitud y magnificencia.

Entre libros, estudios, oraciones y ayudas esporádicas a los demás frailes en las variadas labores y responsabilidades propias de la vida conventual, transcurrieron los meses y los años. Once años concretamente, hasta 1810. Uno de los cuerpos de ejército de Napoleón I Bonaparte, compuesto por 60.000 soldados franceses y polacos, entraron por Despeñaperros con el objetivo de invadir y someter Andalucía, tras el fracaso de la Batalla de Bailén de 1808. En lo que prácticamente fue un paseo militar, el ejército invasor entró en Granada el 28 de enero de 1810, llegó a Antequera el 2 de febrero y ocupó Ronda el 10 de ese mismo mes, que cayó prácticamente sin ninguna resistencia. Casi desde el momento mismo en que pisó la tierra de Jaén, las noticias acerca de la presencia del ejército francés corrieron como la pólvora, y en cuestión de pocos días fue asunto de dominio público. En el Convento, como en casi todos los lugares de Andalucía, fueron conocedores de las nuevas desde antes incluso de que entraran en Granada, con lo cual no les pilló por sorpresa cuando se enteraron de que Ronda había caído. El Padre prior, previendo una visita de los franceses al convento y anticipándose a los hechos, convocó un capítulo extraordinario tras finalizar las laudes. Cuando todos los monjes ocuparon su lugar en la sala capitular, el prior comenzó su discurso con talante solemne y enérgico: —Hermanos, no es habitual que os reúna en horario de labores, pero esta es una circunstancia excepcional y quiero que todos y cada uno de vosotros esté al tanto de la situación, si es que todavía hay alguien que aún no tenga conocimiento de ella. Los franceses han llegado a Ronda, la ciudad cayó oponiendo la misma resistencia que pondría un rebaño de ovejas frente a una manada de lobos hambrientos. Me entristece decirlo así, pero hay que afrontar la realidad tal cual viene. Además, es muy probable que una compañía, en operaciones de reconocimiento de la zona, pase por el Convento y exija cobijo entre estos sagrados muros. No se lo negaremos y seguiremos el consejo que nos dio San Pablo en su carta a los Romanos: Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, si tiene sed, dale de beber; que si haces esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. Dios está con nosotros y nos guiará a través del camino frente a aquellos que han osado encender Su ira marchando por las naciones y hollando la tierra. Y si con los franceses somos hospitalarios, como es deber de todo buen cristiano y así nos lo mandan las Sagradas Escrituras, quiero exhortaros a que, si por la zona vienen los soldados españoles, nuestros soldados, aquellos que luchan por la causa de Dios y que por Él están iluminados, os ofrezcáis a ayudarles como mejor lo permitan las capacidades de cada uno de vosotros, porque para ello contaréis con mi beneplácito y con la bendición y el amparo del Altísimo—. Aquel sermón de guerra, que en cierta medida la justificaba basándose en motivaciones religiosas, causó entre los inquietos y nerviosos frailes murmullos y gestos de aprobación. Joaquín, como hombre de gran inteligencia que era, observaba y escuchaba con el fin de poder hacer un análisis completo de la situación, no dejándose llevar por el excesivo patriotismo que algunos de los hermanos, principalmente los más jóvenes, mostraron, declarándose incluso dispuestos a engrosar las partidas de guerrilleros que tantos estragos estaban causando entre las filas francesas, debido a su profundo conocimiento de los difíciles e impredecibles terrenos serranos y a su bravura y coraje en los enfrentamientos y emboscadas.

Y así ocurrió. El ejército de Napoleón, en sus incursiones por la zona, buscó refugio en el Convento en varias ocasiones y los frailes, en cumplimiento de su deber como religiosos y con una fe inquebrantable en el hecho de que Dios los guiaba y protegía, dieron cobijo y compartieron su mesa siempre que les fue requerido. A cambio, y pese a la desconfianza y el recelo por parte de la congregación, los soldados brindaron un trato de respeto e incluso de cierta camaradería, advertidos seriamente por el capitán de la compañía de que cualquier comportamiento pendenciero e irrespetuoso con los religiosos sería severamente castigado. El tiempo, implacable e indiferente a toda fe, entendimiento o guerra continuó, al igual que la corriente de un río, su discurrir imparable, y poco afectó a la vida conventual que, a excepción de las cada vez menos frecuentes visitas de los soldados franceses, carecía de sobresaltos y mantenía la paz y la tranquilidad tan características de aquel lugar.  

Hasta que llegó una mañana de junio de 1812. Los franceses llevaban semanas sin aparecer, según se decía porque estaban demasiado ocupados repeliendo ataques y enfrentamientos con el Ejército Español, y guardándose las espaldas y defendiéndose como podían de los incansables golpes de mano y sabotajes que sufrían por parte de los guerrilleros, que acechaban detrás de cada esquina, en cada casa, en cada cañada, bajo cualquier arbusto. Un grupo de frailes que estaban laborando en los exteriores del Convento vinieron corriendo hacia el portón principal como alma que lleva el diablo y empezaron a aporrearlo para que lo abrieran. Debido al escándalo montado, prácticamente todos los hermanos, incluidos el Padre prior y Joaquín, se congregaron en el claustro, y uno de los frailes que vino corriendo comenzó a hablar, jadeando y sudando: —Padre prior, una sección de soldados a caballo viene desde Lifa, y no son franceses a juzgar por sus uniformes—. El prior intentó calmar a la congregación, instándoles a que volvieran al trabajo y a actuar con normalidad dentro de lo posible. Transcurridos unos minutos comenzó a escucharse el galope de varios caballos, y antes de que a los frailes les diese tiempo a reaccionar pudo oírse el gran estruendo de los cascos golpeando el suelo justo en frente de la entrada al Convento. Vigorosas órdenes de mando, ajetreo, movimiento y… golpes en la puerta. Unos de los frailes, tras obtener permiso con un gesto aprobatorio del Padre prior, se acercó y abrió la puerta. —Buenos días, hermano. ¿Quién es vuestro superior en este convento? — preguntó un capitán alto y delgado, de cara curtida y voz autoritaria. —Ahí lo tiene, el Padre prior fray Fernando— dijo el fraile señalando hacia el interior del claustro. El capitán, respetuoso y esperando a ser acompañado y guiado por el fraile, se encaminó hacia el interior y se colocó frente al prior. —Ave María purísima— dijo el capitán a modo de saludo. —Sin pecado concebida— respondió el prior. —Padre, venimos de un largo viaje, desde la ciudad de Cádiz concretamente, cruzando cañadas y salvando riscos, evitando al enemigo francés para no ser vistos en nuestro camino. Después de toda la noche, buscamos un lugar donde hombres y caballos podamos descansar, comer y beber algo para coger fuerzas y continuar nuestra marcha nuevamente al anochecer—. ¿Cuántos venís? — preguntó el prior—. No llegamos a los treinta hombres. Somos la plana mayor del general Francisco Ballesteros— respondió el capitán. —Por supuesto, y aunque fueseis diez veces más, haced de este Santo Convento vuestra casa el tiempo que estiméis necesario— respondió el prior. —Del general depende, pues viene con nosotros—. Tras estas palabras del capitán se levantó un murmullo entre los frailes, pues para ellos era, inculcados y alentados tras muchos discursos de arenga por parte del Padre prior, un honor tener entre sus humildes muros a aquel reputado general. El capitán salió del claustro y unos minutos más tarde se oyeron pasos firmes y decididos en el corredor que comunicaba con la entrada. Expectantes, como esperando la llegada del Arcángel Gabriel, vieron aparecer en el claustro, seguido de su plana mayor, al general Ballesteros.

Poco imaginó Joaquín que aquella visita tan breve e inesperada supondría un giro tan radical en su tranquila vida, dedicada hasta entonces al estudio y la oración. En su mente quedó grabada la mirada dura del general y su imperativa forma de hablar, propia de quien está acostumbrado a dar órdenes por doquier y a ser obedecido inmediatamente sin objeción alguna, pero también sus refinados modales y su imponente presencia, envuelta en un halo de autoridad y respeto ganado a base de una vida dedicada a la milicia y salpicada de acciones heroicas, que le habían conducido a la victoria en numerosas batallas a ambos lados del Estrecho de Gibraltar. Aquel día, mientras almorzaban, el general refirió su tropiezo en la batalla de Bornos unos días atrás, contra un ejército de casi 5.500 hombres al mando del general francés Nicolas François Conroux, y explicó que iba en misión discreta de reconocimiento por la zona con el objetivo de reclutar y organizar unidades guerrilleras que pudieran hacer las funciones de cuerpos auxiliares en las operaciones de su ejército en la provincia de Málaga. Al anochecer, cuando el general y su plana mayor se hubieron marchado del Convento, no sin antes arengar a la comunidad de frailes y mostrarse profundamente agradecido por su humilde pero sincera hospitalidad, Joaquín le pidió al Padre prior poder hablar en privado, a lo que éste accedió, como siempre, de buen grado. —Padre, el general Ballesteros, en su honrosa visita a nuestro Santo Convento, me ha hecho ver esta triste situación que estamos viviendo de un modo muy diferente. En la seguridad de estos muros, aunque sirviendo a Dios Nuestro Señor, no estoy haciendo todo lo que podría para combatir al invasor francés. Mientras muchos hombres, militares profesionales y guerrilleros, están arriesgando sus vidas peleando por España, yo me veo aquí rodeado de libros y envuelto en la contemplación. Las palabras del general, su fuerza de voluntad y su inquebrantable ánimo, aún después de la derrota en Bornos, han sido para mí una inspiración. Y por eso quiero pedirle que me deje marchar, en tanto que nuestra sagrada tierra está mancillada, para unirme a los guerrilleros y combatir al enemigo francés— dijo el fraile, con voz firme y segura, la mirada centelleante y renovado el espíritu aventurero que años atrás le había acompañado. —No solo tienes mi bendición, sino que estoy seguro que el Señor premiará tu decisión y te guiará y protegerá en el camino. No olvides que continuarás con tu servicio a Dios, sustituyendo los libros por las armas, las oraciones por el fragor de la batalla y la seguridad de esos muros por la que te proporcionarán las cañadas, los riscos y los barrancos. Ve con Dios hijo mío y no temas, Él te conducirá y yo rezaré por ti. Cuídate las espaldas y vuelve con nosotros cuando todo esto acabe, que siempre tendrás tu hogar en este Santo Convento y tu familia seguirá siendo la que mora tras estos humildes muros—. 

Y así fue que fray Joaquín se enroló en una partida de guerrilleros formada en su mayoría por voluntarios de la zona. Un grupo ciertamente peculiar, formado por hombres curtidos en los trabajos del campo y por algún que otro artesano de la ciudad, jóvenes estudiantes, frailes e incluso un militar de profesión, el capitán que dirigía la partida, un hombre duro y curtido en mil batallas, con el carisma, el talante y las dotes de mando necesarias para hacer de aquel grupo de hombres, en su mayoría de difícil sometimiento, una unidad admirablemente disciplinada y eficiente, capaz de llevar a cabo misiones difíciles y arriesgadas, de las cuales en muchas de ellas había escasas posibilidades de salir ileso. Cuando Joaquín se reunió con ellos la primera vez, el capitán si dirigió a él con actitud tajante y sin la más mínima intención de adornar la cruda realidad en la que se hallaban envueltos. —Nuestras acciones tienen el objetivo de facilitar el trabajo al ejército, y suya es la misión de ganar esta guerra. Nosotros defendemos lo nuestro, nuestra vida, nuestra tierra, nuestras propiedades, nuestras costumbres y tradiciones y nuestra monarquía. Hacemos la guerra de guerrillas para liberar el territorio de la ocupación extranjera, quebrantando la moral del enemigo y convirtiendo todo el territorio en una zona hostil. Somos la quinta columna, y nuestra bandera es el odio y la venganza contra el invasor francés—.

A Joaquín le impresionó aquel grupo de hombres, reglados mediante su propio código de disciplina. Vestían todos a su manera, sin seguir unos patrones de uniformidad como habría sido de esperar en una organización de carácter militar, y todos, el capitán incluido, parecían más bandidos que soldados, acostumbrados a obtener cuantiosas ganancias con los botines apresados a los franceses y con algún que otro pillaje al que las autoridades, todo hay que decirlo, hacían la vista gorda. El fraile, de gran fortaleza física, sobrio en el comer y parco en el hablar, se adaptó a la partida y a sus operaciones mucho más rápido de lo que hubiera cabido esperar de un religioso acostumbrado a la tranquila vida conventual. Pronto mostró unas cualidades especiales para los asuntos de estrategia militar, gracias a su astucia y al carácter vivo e inquieto que nunca le abandonó. Tenía un ojo infalible y en muchas ocasiones salvó operaciones seriamente comprometidas gracias a su inteligencia y habilidad para dirigir con exactitud fieros ataques sobre el punto preciso, como en varias ocasiones demostró en las sierras de Ronda, el valle de Lifa, el puerto del Viento, sierra Blanquilla, los Merinos, sierra de Alcaparaín y otros muchos parajes en los que las tropas francesas fueron víctimas de contundentes ataques sorpresa, golpes de mano y sabotajes.

Apenas un par de meses después de que Joaquín hubiese comenzado su aventura guerrillera, el capitán pidió voluntarios para engrosar las filas del general Ballesteros durante la liberación de Málaga. Excepto los heridos, todos marcharon hacia la capital, no con la misión de entrar en combate directo con las fuerzas regulares francesas, sino con el objetivo de hostigar a las maltrechas tropas en retirada en su salida de la ciudad. El 28 de agosto las tropas españolas al mando del general Ballesteros entraron en Málaga, liberando la capital y comenzando así la evacuación del ejército francés de la provincia. Los guerrilleros continuaron sus operaciones de hostigamiento y emboscadas hasta que, cada vez más despejado el territorio de invasores, se fueron replegando al norte para volver a su centro de operaciones, la Serranía de Ronda. En diciembre de ese mismo año, corrió la noticia de que el general Francisco Ballesteros, hasta ese momento al frente de la capitanía general de Andalucía, había sido destituido. El capitán, utilizando sus contactos militares, indagó en el asunto y pudo sacar más información en claro. Reunidos sus hombres les puso al tanto de la situación, explicándoles que el general había sido relevado y enviado a Ceuta porque se había negado a luchar, por orgullo, bajo las órdenes del general inglés Wellington, quien había sido nombrado jefe supremo de los ejércitos españoles, integrados en la alianza militar formada por Reino Unido, Portugal y España y de la que Wellington era su general en jefe.

Para esa fecha, la guerra en la provincia había terminado y la partida guerrillera de Joaquín terminó por disolverse. Él y un par de frailes más volvieron al Convento, considerando que su misión había concluido, pese a que se les ofreció un puesto de capellán militar en el ejército regular. El capitán fue integrado en su antigua unidad y los demás volvieron a sus anteriores vidas en los mejores casos, en los peores, se quedaron en las sierras integrando partidas de bandoleros y viviendo al margen de la ley por el resto de sus días. Joaquín retornó a la seguridad de aquellos robustos muros y a la paz y la tranquilidad de la biblioteca. Nuevamente cambió las armas por los libros y el fragor de la batalla por las oraciones y la vida contemplativa. Ahora más que nunca, y como cualquier soldado que ha jugueteado con la muerte y ha sentido su marmóreo beso en la mejilla, valoraba la vida conventual y la consideraba un regalo que Dios le había brindado, una vida que nunca más abandonaría hasta que le llegase la hora de reunirse con el Altísimo. Pero esa paz y tranquilidad, retomada a base de intentar olvidar muchos duros recuerdos de la guerra, de sueños inquietos, de horas de vigilia y oraciones, se veía de nuevo interrumpida por la segunda e inesperada visita, en diciembre de 1813, del general Ballesteros. Reviviendo la misma escena que tuvo lugar año y medio atrás, el militar estaba en el refectorio, junto con su plana mayor, hablando animadamente con un tono muy optimista y compartiendo el almuerzo de los frailes, entre los cuales había ahora algunos excompañeros de batalla, como era el caso de fray Joaquín. Dirigiéndose al Padre prior, comentaba: —Ya estarán ustedes enterados de que he sido repuesto en el mando, y se me ha encargado formar una unidad para marchar al norte, que es allí donde tenemos el último frente de batalla. En mi camino desde Gibraltar a Sevilla he querido pasar por esta Santa Casa y mostraros mis respetos Padre, y mi más profundo agradecimiento por vuestra inconmensurable hospitalidad. No olvido aquellos momentos difíciles en los que venía desde Cádiz, tras el tropiezo de Bornos, y pudimos tomar aquel descanso que tan bien nos hizo al amparo de estos muros. Al igual que tampoco olvido que se refugian, en la vida contemplativa, algunos de los mejores soldados que he visto luchar contra el enemigo francés— y diciendo esto se giró hacia Joaquín, que estaba sentado en el lado opuesto de la mesa a donde estaba el prior. —Hermano, ahora más que nunca el Ejército, el Rey y España necesitan combatientes de corazón, soldados duros como el acero aunque no exentos de sentimiento y pasión. No solo ha llegado a mis oídos, sino que he tenido la oportunidad de ver por mí mismo su coraje en la batalla contra los franceses en retirada saliendo de Málaga. Después de veinticinco años dedicados a la milicia, yo sé reconocer a un buen soldado, y quiero proponerle que se una a mi compañía de plana en la expedición a la campaña del norte—. Tras las palabras del general cayó sobre el refectorio un silencio sepulcral. Todas las miradas recayeron en una fracción de segundo sobre el hermano fray Joaquín. Los frailes reflejaban en sus semblantes una mezcla entre respeto y admiración, el Padre prior le miraba orgulloso y complacido y el general esperaba una respuesta, con actitud afable pero mirada inquisitiva, propia de quien no está acostumbrado a tener que esperar una respuesta sino tan solo ciega obediencia. —Mi general, es para mí un orgullo que un militar de su talla, héroe de guerra y libertador de nuestra provincia, me haga tan noble propuesta. Me honran profundamente las palabras de Vuecencia, y quizá en otro tiempo no hubiese dudado en aceptar el formar parte de su compañía. Pero considero que mi servicio para con España ha finalizado, he seguido el camino de Dios poniendo todo mi esfuerzo y energía y arriesgando mi vida para liberar esta provincia, nuestra tierra, del yugo profanador del Maligno encarnado en las fuerzas invasoras francesas. Ahora, debo continuar con mi servicio al Altísimo, pero esta vez retomando mi vida contemplativa y mis oraciones, que tantas he rezado y más aún necesito para conseguir Su perdón después de mis acciones fuera de estos sagrados muros. Rezaré y le rogaré todos los días a nuestro Señor por Vuecencia, mi general.

Joaquín seguía en pie, junto al muro oeste del Convento, un rato después de que la nube de polvo levantada por los caballos al galope hubiera desaparecido. Daba gracias a Dios por haberle dado la fortaleza de espíritu y de palabra para rechazar la propuesta de aquel afamado general. Aunque la tensión y la adrenalina del combate y el miedo a la muerte acechando constantemente, día y noche, hicieron de aquel periplo una experiencia enriquecedora que marcó el límite de su resistencia física y psicológica en unas cotas que hasta entonces desconocía, había llegado a la conclusión y al convencimiento, tras muchas horas de meditación y de oraciones, que su vida estaba consagrada a servir a Dios al amparo de los muros de su Convento, y que ese era el camino que debía seguir durante el resto de su vida. En los primeros meses de 1818 el Padre prior, siendo ya un anciano de 85 años, cayó enfermo y quedó postrado en su cama, sin poder levantarse siquiera para las más elementales necesidades. En cuestión de días su estado de salud fue empeorando hasta el punto de que él mismo llegó a solicitar la extremaunción. Los frailes, que tenían que hacer turnos para velarle debido al reducido espacio de su celda, asistían tristes y cabizbajos a las últimas horas de aquel hombre que los había cuidado y se había preocupado por ellos como si hubiesen sido verdaderos hijos suyos. Una noche, en las horas de madrugada y estando acompañado por Joaquín, el Padre prior agarró su mano y en sus últimos alientos, haciendo un formidable esfuerzo y con una voz débil como la brisa, le dijo: —Hijo mío, doy gracias a Dios por haberte guiado en el camino y haber hecho de ti un hombre recto, de gran fortaleza espiritual y de tan inquebrantable fe, en los buenos y en los malos momentos. En su nombre serviste en este Santo Convento sobresaliendo en todas las tareas que te fueron encomendadas, y así también sobresaliste peleando en Su nombre en aquella santa cruzada contra el enemigo francés, y pese a las mieles del éxito merodeándote y tentándote, volviste a elegir estar de nuevo con nosotros entre estos muros que tanta protección nos han brindado. Por eso, quiero proponerte, y hablo en nombre de todos los hermanos que moran en este Santo Desierto, que seas tú quien me sustituyas y tomes las riendas de esta congregación, aplicando tu buen juicio y rectitud de espíritu y que cuides de tus hermanos como si de tus hijos se tratasen. Esa es la voluntad de Dios y esa es también la mía última—. Joaquín, abrumado por la intensidad del momento, no fue capaz sino de agarrar fuertemente la mano de su prior y cerrar los ojos, llenos de lágrimas, rezándole al Altísimo por el alma de aquel hombre bueno que lo había reconducido hacia el camino de los rectos y había sido su mentor durante tantos años, aquel con el que había compartido sus inquietudes espirituales e intelectuales, los momentos más dulces de su vida y también los más amargos. Se marchaba su padre espiritual, dejando un enorme vacío en aquella congregación de hombres buenos y sencillos. —Descanse en paz y que Dios le tenga en su santa gloria— fueron las últimas palabras de Joaquín cuando el prior exhaló su último aliento.

Las desgracias, como reza el dicho, nunca vienen solas. En 1826, ocho años después del fallecimiento de fray Fernando, llegó al Convento un correo para comunicar al Padre prior fray Joaquín que su padre había caído enfermo de fiebres, y que requería su presencia, pues era su última voluntad verle y tener unas últimas palabras con él. Joaquín se puso inmediatamente en camino acompañado de dos frailes, y cuando llegó a su casa familiar, se encontró en la entrada al párroco del pueblo, un señor en sus últimos cincuenta vestido de sotana y con una prominente barriga, buen color y confiadas maneras, aunque afable y muy respetuoso para con fray Joaquín. Tras un breve intercambio de palabras, se internó en la casa y fue atravesando habitaciones y corredores, ante lo cual, todos los presentes se levantaban con una actitud solemne y cargada de un profundo sentimiento de admiración. Estaban ante el fraile guerrillero que había sido requerido por el mismísimo general Francisco Ballesteros para que lo acompañase como ayudante en sus últimas campañas contra los franceses. Cuando entró a la cámara en la que yacía su padre y en la que también se encontraba su madre, no pudo sino adoptar la misma actitud que años atrás con el prior, pues si aquel había sido su padre y mentor espiritual, éste era su padre biológico, el que tanto había sufrido por sus erráticas conductas en su otra vida y el que lo había empujado, en primera instancia, a enderezar su camino y seguir la senda de los justos. —Poco nos hemos visto en estos años, padre, pero siempre ha estado en mis oraciones, usted y madre. Nunca los he olvidado y siempre han ocupado un lugar privilegiado en mis memorias y recuerdos. Ha sido un buen cristiano, hombre piadoso y recto, y como dejó escrito San Pablo en su epístola a los filipenses, nuestra patria está en los cielos, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo. Esté feliz, pues es momento de dicha. Él tiene un sitio reservado para usted—. Unas horas más tarde, el alma del anciano abandonaba su cuerpo. —Descanse en paz, padre— fueron las últimas palabras de Joaquín. Cinco años más tarde, la muerte irrumpía de nuevo en su vida, esta vez para llevarse a su madre. Desde ese momento, la única familia que le quedaba, al menos cercana y conocida, era la congregación de frailes a la que él pertenecía.

Parecía que ya nada podría perturbar la paz de aquel lugar, de aquel desierto famoso años atrás por haber sido el lugar elegido por célebres eremitas para cumplir con su vida contemplativa, una vida apartada de todo lo relacionado con lo mundano, con la sociedad, con el hombre, una vida dedicada a lo espiritual, a lo místico, a la contemplación y al encuentro con Dios. Viendo la serena apariencia del Convento y oyendo el alegre repiqueteo de sus dos modestas campanas llamando a los hermanos a oración, bien podría parecer que permanecería por los siglos de los siglos envuelto en aquella calma imperturbable y ajeno al paso de los tiempos. Pero España vivía tiempos convulsos, estaba rota política, social y económicamente y se respiraba un ambiente de caos y desorganización por doquier. Fue entonces cuando la desamortización de Mendizábal de 1836 expandió sus tentáculos por cada palmo de terreno de la geografía española, en cada región, en cada provincia, en cada ciudad y en cada pueblo, y comenzó a expropiar forzosamente las tierras y bienes que eran propiedad de lo que los liberales de aquel tiempo denominaron manos muertas, es decir, la Iglesia Católica y las órdenes militares. El Santo Desierto de Nuestra Señora de las Nieves no pudo escapar a su polémico destino y jugó su papel en la historia como uno de los muchos edificios religiosos expropiados y subastados, para ser comprado, en su caso, por un miembro de la nobleza y ser convertido en un cortijo con tierras de labor. Imposible sería describir la pena y aflicción que tuvieron que sentir los miles de religiosos de toda España cuando fueron expulsados de los que habían sido sus hogares durante décadas, hombres y mujeres que prácticamente no habían conocido otro lugar ni otra vida, y se veían forzados, muchos de ellos ya como ancianos, a ser reubicados en otros lugares lejos de la tierra que amaban.

El Padre prior fray Joaquín no pudo hacer nada por evitar aquel triste final, y comprendió que había poderes más fuertes que la fe en Dios, la fuerza de hombres poderosos que podían hacer y disponer sin temor al castigo divino, puesto que ni siquiera creían en tal castigo. No pudo negarse a abandonar el Convento, aunque sí rechazó firmemente la proposición de ser reubicado, con los demás frailes, en un monasterio relativamente cercano, aunque ya fuera de la provincia. Joaquín decidió permanecer en aquel lugar, en aquella sierra, llevando una vida ascética que le condujera a la perfección moral y espiritual alejado del vicio y el pecado de la civilización. Cuando fue preguntado, por los funcionarios de la junta diocesana local encargada de cerrar el Convento, acerca de cuál iba a ser su proceder, respondió: —Yo no puedo evitar el triste destino de este sagrado recinto, pero sí puedo evitar el alejarme de mi vida ascética, y para ello me quedaré aquí, en esta sierra en la que me he criado, en la que encontré mi camino y por la que he combatido. A mis 66 años solo quiero llevar una vida limpia de pecado para ser digno de un lugar junto a Dios Nuestro Señor en el momento de dejar este valle de lágrimas. Conozco cada palmo de este terreno, cada cueva, cada grieta, cada risco, cada cañada, aquí me siento seguro y confiado, al amparo de las estrellas y protegido entre sus muros de piedra, y solo necesito mis brazos para procurarme el sustento trabajando la tierra que el Altísimo nos ha brindado. Id con Dios, que yo me quedo en este santo lugar que no es sino mi hogar verdadero.

Después de aquella vez, nunca más se volvió a saber de fray Joaquín. Algunos creyeron haberlo visto errando por la sierra, siempre de noche, pero nadie pudo asegurarlo con certeza, y alguno propuso formar una partida para ir a buscarlo y darle un lugar digno donde pasar sus últimos días, pero nadie se atrevió a contravenir su última voluntad de que lo dejaran solo por el resto de sus días en aquellos parajes, llevando la vida del ermitaño, tal era su prestigio y el aura de leyenda que rodeaba su figura, imperecedera en el imaginario popular como el fraile guerrillero que, habiendo abandonado la vida segura del convento, se tiró al monte a pelear contra el poderoso enemigo francés. Y pronto la realidad se fue deformando para dar paso a la leyenda, como aquella que cuenta que fray Joaquín terminó viviendo con los lobos, como uno más, y que en las noches de luna llena, si se presta atención, puede distinguirse en el silencio al fraile hablar el idioma de los animales, en perfecta comunión con los lobos y la naturaleza.

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