
Los hechos de este relato tienen lugar en uno de los rincones más asombrosos, imponentes y mágicos de las Tierras Altas de Escocia. En la actualidad, este paraje tiene todo lo imprescindible para ser el escenario de cualquier cuento de hadas, o de cualquier leyenda forjada por la tradición y heredada de generación en generación. Un lago con un pequeño embarcadero -desde el cual he tenido la suerte de ser testigo de algunos atardeceres en el corto verano escocés-, montañas que se alzan orgullosas y vigilantes en sus alrededores y el elemento protagonista de este cuento, un castillo de la Edad Media del que sólo quedan las ruinas pero que brinda su toque final para dar el romanticismo y el carácter mágico por el que es famoso este lugar.
La Escocia del siglo XV era muy diferente de la Escocia actual y moderna, repleta de infraestructuras y con ciudades grandes, bulliciosas y llenas de vida como Glasgow y Edimburgo. Su territorio estaba repartido entre más de un centenar de clanes, que eran -y siguen siendo en la actualidad, aunque ya sólo simbólicamente- grupos sociales con una estructura cuyos miembros estaban relacionados entre sí por parentesco. No es difícil suponer que en pleno siglo XV, con la mentalidad y sensibilidad de la época y con una sociedad tan fragmentada, surgieran constantemente disputas entre grupos vecinos o incluso conflictos de mayor escala en los que se veían envueltos clanes de distintas partes de Escocia que habían establecido alianzas unos con otros.
A una de estas familias pertenecía Sir Colin Campbell. Éste era un escocés de apariencia y corazón, de piel blanca, pelirrojo y con una frondosa barba, además de alto y atlético. Aunque fue instruido desde los años de su niñez en el arte de la guerra y en la caza sobre todo de piezas grandes -ciervos y jabalíes-, su padre no descuidó su educación intelectual y desde muy niño tuvo tutores que se encargaron de hacer del joven un muchacho de una cultura y conocimientos considerables para la época. Heredó, cuando rondaba los treinta años de edad, la jefatura del clan al fallecer su padre de unas fiebres, y dado que estaba establecida la norma de que el jefe debía poseer numerosa descendencia -preferiblemente masculina- para que le garantizase una fuente “inagotable” de herederos, inmediatamente se le buscó al joven Colin una esposa de entre las familias más poderosas y respetables de la zona.
Y de entre todas las posibles candidatas, finalmente se eligió -y digo bien, se eligió, puesto que en aquellos tiempos los matrimonios estaban enfocados a forjar alianzas y pactos beneficiosos políticamente, donde el amor y preferencia de los cónyuges eran los aspectos de menor consideración- a Margaret Stewart. Con apenas 16 años, esta joven muchacha, pese a no haber sido educada para otra cosa que para ser una esposa sumisa y madre de muchos hijos, ya había demostrado tener una inteligencia e ingenio poco habitual. Dotada de un carácter afable y con un don natural para conseguir todo lo que se proponía, se las ingenió para que uno de los tutores de sus hermanos, al cual no le pasó desapercibido el indudable potencial y hambre intelectual de los que era poseedora, le enseñara a leer y a escribir, además de instruirla en los fundamentos básicos de la Filosofía y la Astronomía de la época. Con una belleza poco habitual -y podría decirse que incluso exótica- para el estereotipo de mujer escocesa de las Tierras Altas, su estatura estaba por encima de la media, era delgada pero bien formada, con melena larga, negra y ondulada y los ojos verdes azulados. Todo esto era complementado por unos pómulos marcados, una barbilla partida por un gracioso hoyuelo y una nariz respingona que se curvaba ligeramente hacia arriba en la punta.
Mujer atípica, según los cánones establecidos para una joven en edad casadera en pleno siglo XV, además de su inteligencia y hambre intelectual, también era la dueña de una personalidad aventurera, traviesa y en cierto modo rebelde. Le gustaba salir a pasear al campo -eso sí, rodeada de sirvientas e incluso algunas veces de una escolta armada- para contemplar los hermosos parajes que la rodeaban, escuchar el canto de los pájaros y el leve murmullo de las ramas de los pinos caledonios agitadas por el viento, y no desperdiciaba la ocasión de desaparecer de la vista de sus acompañantes a la primera oportunidad que se le presentase, para internarse ella sola y por su cuenta en cañadas y laderas y poder así observar las maravillosas flores rosas, violetas, amarillas o blancas de las orquídeas que en los meses de mayo y junio invaden los campos escoceses.
Es fácil imaginar que la joven Margaret no se tomó demasiado bien el matrimonio arreglado entre las familias, aunque fuese a casarse con el ahora hombre más poderoso de su clan. Pero afortunadamente y para sorpresa de ella, su disgusto desapareció en el primer encuentro -en el que las familias presentaron formalmente a los futuros esposos- con el joven Campbell, cayendo rendida a su inteligencia, conocimientos intelectuales y personalidad atrevida y arrolladora, todas ellas cualidades que hacían de él un líder indiscutible pese a su juventud. Hay que decir que el flechazo fue mutuo, cayendo rápidamente enamorados el uno del otro y quedando los dos a la espera impaciente de la fecha establecida por sus familias para el -ahora sí- feliz enlace.
Pero la felicidad pronto se tornó en amargura, porque en uno de estos conflictos que salpicaban las Tierras Altas, el señor del clan de los Campbell, reuniendo un ejército entre sus caballeros y los voluntarios reclutados en sus dominios, se vió obligado a marchar a la cabeza de éste en alianza con otros grupos del norte contra señores de la guerra que amenazaban con avanzar por el sur e invadir sus territorios. Pero antes de partir a la guerra hizo una promesa a su joven esposa -ahora Lady Margaret Campbell-, comprometiéndose a estar de vuelta junto a ella antes del transcurso de siete años.
Pero el tiempo, implacable por naturaleza -aunque a veces amigo del hombre-, pasó más rápido de lo que a Lady Margaret le hubiese gustado y cuando se cumplieron cinco años desde la partida de su marido, le llegó una proposición de matrimonio del jefe del clan vecino, Sir Malcolm Mac Naghten, el cual buscaba una alianza entre familias para engrandecer su poder y dominios. Viudo y de edad avanzada, podría decirse que era el polo opuesto al todavía marido de la joven señora. Pero las normas sociales de la época hacían inevitable que, transcurrido un periodo de tiempo largo, una dama joven, viuda -supuestamente- y casadera contrajera nuevas nupcias, contribuyendo al engrandecimiento de poder y riquezas de su clan -y de su familia paterna, dicho sea de paso-.
Pero como era de esperar, Lady Margaret no cedió a la petición de inmediato e impuso una condición: comenzaría la construcción de un castillo en honor a su marido -del que todos, excepto ella, pensaban que era difunto- y cuando la construcción estuviese finalizada, entonces contraería matrimonio con Sir Malcolm. Es en este momento donde emplea su ingenio y astucia y, escogiendo las cuadrillas de albañiles, canteros, peones y demás trabajadores, dirige y supervisa ella misma las obras, dando instrucciones claras y precisas de que los muros sean construidos de manera deficiente de modo que cuando la altura de los mismos aumente, se desplomen y haya que comenzar de nuevo. Así ocurre una y otra vez, prolongando la construcción de la fortaleza y consiguiendo de este modo que el paso del tiempo sea el amigo y mejor aliado de Lady Margaret.
En medio de esta aparente confusión, en la que para guardar las apariencias los albañiles culpaban a los canteros, los canteros culpaban a los albañiles, los maestros culpaban a los peones y los peones culpaban a los maestros diciendo que ellos sólo seguían instrucciones, a Sir Malcolm se le empezó a agotar la paciencia y sus reclamos para el cumplimiento de la promesa de boda comenzaron a ser cada vez más insistentes. Ante tal situación y llegando a su término el plazo de siete años dado por su esposo Sir Colin Campbell en su partida, Lady Margaret veía con infinita tristeza como tendría que hacer frente a un matrimonio infeliz con un hombre tan diferente del que realmente amaba, pese a que su corazón le decía que su marido seguía vivo en algún lugar, que cumpliría la palabra dada y que volvería para estar con ella y para volver a regir los destinos del clan Campbell.
Pero un día, ante la necesidad de respirar aire fresco y naturaleza y despejar su mente de la espantosa presión a la que la situación que vivía la había empujado, decidió salir a dar un paseo -pensando que bien podría ser de los últimos- a los campos de orquídeas, recordando y añorando sus años felices en los que aún estaba bajo la protección familiar. Y cuando más insoportable se le hacía la tristeza, la melancolía y la desesperación por no poder hacer nada ante el hecho inminente de un matrimonio que sin duda la haría una mujer desgraciada, comenzó a oír murmullos lejanos, leves susurros primero, más intensos a cada instante, hasta que pudo distinguir el sonido de los cascos de los caballos golpeando la tierra en su veloz carrera hacia donde ella se encontraba. Cuando por fin pudo divisar las siluetas de los hombres sobre sus monturas, también pudo distinguir los estandartes y los símbolos del clan Campbell, entre ellos el tartán de color verde y azul en la falda del jinete que iba en cabeza. Cuando Margaret comprendió que aquel jinete en cabeza era su marido, corrió a su encuentro, y éste, bajándose del caballo corrió al suyo, fundiéndose ambos en un abrazo y besándose con la intensidad acumulada de años separados el uno del otro.
Tras el retorno de su marido y el abandono de Sir Malcolm Mac Naghten en su empeño de casarse con ella -ahora volvía a tener oficialmente un esposo-, Margaret ordenó a los albañiles, canteros y demás trabajadores que terminasen el castillo, esta vez con muros bien construidos y robustos y en el menor tiempo posible, pues ésta sería la residencia de los señores del clan Campbell durante los siglos venideros, y se le pondría el nombre de Castillo de Glen Orchy, nombre que tiene su origen en el gaélico escocés y que significa “valle de las orquídeas”.